sábado, 24 de octubre de 2015

Parte 8: EL REINO DEL CIELO.











El 12avo Planeta.
Parte 8: EL REINO DEL CIELO.
ZECHARIA SITCHIN
1976, Nueva York, USA.







Los estudios hechos sobre «La Epopeya de la Creación» y otros textos paralelos (por ejemplo, el de S.Langdon, The Babylonian Epic of Creation) demuestran que, en algún momento después del 2000 a.C, Marduk, hijo de Enki, fue el vencedor de una contienda con Ninurta, hijo de Enlil, por la supremacía de los dioses. 

Los babilonios revisaron entonces el original sumerio de «La Epopeya de la Creación», y borraron de él todas las referencias a Ninurta y la mayoría de las referencias a Enlil, rebautizando al planeta invasor como Marduk.

El ascenso real de Marduk al estatus de «Rey de los Dioses» sobre la Tierra vino acompañado, así pues, por la asignación a él, como homólogo celeste, del planeta de los nefilim, el Duodécimo Planeta. 

Así pues, como «Señor de los Dioses Celestes [los planeta-s]», Marduk fue también «Rey de los Cielos».

Algunos expertos creyeron al principio que «Marduk» era la Estrella Polar, o bien alguna otra estrella brillante visible en los cielos mesopotámicos en la época del equinoccio de primavera, dado que al Marduk celeste se le describía como «un brillante cuerpo celeste». 

Pero Albert Schott (Marduk und sein Stern) y otros acabaron demostrando definitivamente que todos los textos astronómicos antiguos hablaban de Marduk como de un miembro del sistema solar.

Dado que otros epítetos describían a Marduk como «el Gran Cuerpo Celeste» y «Aquel Que Ilumina», se avanzó la teoría de que Marduk fuera un Dios Sol babilonio, similar al dios egipcio Ra, al cual los expertos consideraban también un Dios Sol. 

Los textos que describen a Marduk como el «que explora las alturas de los distantes cielos... llevando un halo cuyo resplandor inspira pavor» parecían apoyar esta teoría. 

Pero el mismo texto seguía diciendo que «inspecciona las tierras como Shamash [el Sol]». 

Si Marduk era en algunos aspectos semejante al Sol, no podía ser, claro está, el Sol.

Pero, si Marduk no era el Sol, entonces, ¿qué planeta era? Los antiguos textos astronómicos no conseguían ajustarse a ningún otro planeta. 

Basando sus teorías en determinados epítetos, tal como Hijo del Sol, algunos expertos indicaron a Saturno. 

La descripción de Marduk como un planeta rojizo hizo candidato también a Marte. 

Pero los textos situaban a Marduk en markas shame («en el centro del Cielo»), y esto convenció a la mayoría de los estudiosos de que la identificación más adecuada sería la de Júpiter, que está situado en el centro de la línea de planetas:

Mercurio Venus Tierra Marte Júpiter Saturno Urano Neptuno Plutón

Pero en esta teoría había una contradicción. Los expertos que la habían planteado eran los mismos que sostenían la idea de que los caldeos no tenían noticia de los planetas que hay más allá de Saturno. 

Por otra parte, estos expertos contaban a la Tierra como un planeta, mientras afirmaban que los caldeos pensaban que la Tierra era el plano centro del sistema planetario, y omitían a la Luna, que los mesopotámicos contaban, con toda seguridad, entre los «dioses celestes». 

La identificación de Júpiter como Duodécimo Planeta, simplemente, no funcionaba.

«La Epopeya de la Creación» afirma, claramente, que Marduk era un invasor de fuera del sistema solar, que había pasado junto a los planetas exteriores (incluidos Júpiter y Saturno) antes de colisio-nar con Tiamat. 

Los sumerios llamaron al planeta NIBIRU, «el pla-neta del cruce», y la versión babilonia de la epopeya conservó la siguiente información astronómica:

Planeta NIBIRU:
Las Encrucijadas del Cielo y la Tierra ocupará.
Por encima y por debajo, ellos no cruzarán;
deben esperarle.
Planeta NIBIRU:
Planeta que es brillante en los cielos.
Ocupa la posición central;
a él rendirán homenaje.
Planeta NIBIRU:
Él es el que, sin cansarse,
sigue cruzando por en medio de Tiamat.
Que «CRUZAR» sea su nombre-
Aquel que ocupa el medio.

Estas líneas nos proporcionan información adicional y conclu-yente que indica que, al dividir al resto de planetas en dos grupos iguales, el Duodécimo Planeta «sigue cruzando por en medio de Tiamat»: su órbita pasa una y otra vez por el lugar de la batalla celeste, donde Tiamat solía estar.

Descubrimos que los textos astronómicos que trataban, de un modo altamente sofisticado, de los períodos planetarios, así como las listas de planetas en su orden celeste, sugerían también que Marduk aparecía en algún lugar entre Júpiter y Marte. 

Y, dado que los sumerios conocían todos los planetas, la aparición del Duodécimo Planeta en «la posición central» confirma nuestras conclusiones:

Mercurio Venus Luna Tierra Marte Marduk Júpiter Saturno Urano Neptuno Plutón

Si la órbita de Marduk pasa por donde estuvo Tiamat en otro tiempo, por un lugar relativamente cercano a nosotros (entre Marte y Júpiter), ¿por qué no hemos visto aún a este planeta que, supuestamente, es tan grande y brillante?

Los textos mesopotámicos dicen que Marduk llega a regiones desconocidas de los cielos, en la lejanía del universo. 

«Él explora los conocimientos ocultos... ve todos los rincones del universo». 

Se le describía como el «admonitor» de todos los planetas, aquel cuya órbita le permite circundar a todos los demás. 

«Los abraza en sus bandas [órbitas]», hace un «aro» a su alrededor. Su órbita era «más elevada» y «más grandiosa» que la de cualquier otro planeta. 

Se le ocurrió así a Franz Kugler (Stemkunde und Sterndienst in Babylon) que Marduk fuera un cuerpo celeste de movimiento rápido que orbitara en un gran sendero elíptico, al igual que un cometa.

Un recorrido elíptico de este tipo, sujeto al Sol como centro de gravedad, tiene un apogeo -el punto más distante del Sol, desde donde comienza el camino de vuelta- y un perigeo -el punto más cercano al Sol, desde donde comienza su retorno al espacio exterior.

Descubrimos que estas dos «bases» están, ciertamente, asociadas con Marduk en los textos mesopotámicos. 

Los textos sumerios decían que el planeta iba de AN.UR («la base del Cielo») a E.NUN («la morada elevada»). 

La epopeya de la Creación decía de Marduk:

Cruzó el Cielo e inspeccionó las regiones...
La estructura de lo Profundo midió entonces el Señor.
E-Shara él estableció como su morada prominente;
E-Shara como una gran morada en el Cielo estableció.

Una «morada» era, así pues, «prominente» -en las regiones profundas del espacio. La otra estaba en el «Cielo», dentro del cinturón de asteroides, entre Marte y Júpiter.

Siguiendo las enseñanzas de su antepasado sumerio, Abraham de Ur, los antiguos hebreos asociaron también a su deidad suprema con el planeta supremo. 

Al igual que los textos mesopotámicos, muchos libros del Antiguo Testamento dicen que el «Señor» tenía su morada en «las alturas del Cielo», desde donde «contemplaba los principales planetas mientras aparecían»; un Señor celestial que, invisible, «por los cielos se mueve en un círculo». 

El Libro de Job, después de describir la colisión celeste, ofrece estos significativos versículos que nos cuentan adónde ha ido el elevado planeta:

Hacia lo Profundo marcó una órbita;
donde la luz y la oscuridad [se mezclan]
está su límite más lejano.

No menos explícitos, los Salmos esbozan el majestuoso curso del planeta:

Los Cielos ensalzan la gloria del Señor;
el Brazalete Repujado proclama su obra...
Él sale como un novio del dosel;
como un atleta, se regocija en hacer su carrera.
Desde el fin de los cielos él emana,
y su circuito está donde éstos terminan.

Reconocido como un gran viajero en los cielos, remontando el vuelo hasta las inmensas alturas de su apogeo, para, después, «bajar, curvándose en el Cielo» de su perigeo, se representó al planeta como un Globo Alado.

Dondequiera que los arqueólogos descubrieran restos de pueblos de Oriente Próximo, el símbolo del Globo Alado aparecía, dominando templos y palacios, tallado en las rocas, grabado en sellos cilindricos, pintado en las paredes. 

Acompañaba a reyes y sacerdotes, se colocaba por encima de sus tronos, se «cernía» por encima de ellos en los escenarios de las batallas, se grababa en sus cuadrigas. 

Objetos de arcilla, metal, piedra y madera se adornaban con este símbolo. Los soberanos de Sumer y Acad, de Babilonia y Asiría, de Elam y Urartu, de Mari y Nuzi, de Mitanni y Canaán, todos, reverenciaban este símbolo. 

Reyes hititas, faraones egipcios, shar's persas, todos, proclamaban la supremacía del símbolo (y de lo que significaba). Y así fue durante milenios.




La convicción de que el Duodécimo Planeta, «el Planeta de los Dioses», seguía dentro del sistema solar, y que su gran órbita volvía a pasar periódicamente por las cercanías de la Tierra, era el punto central de las creencias religiosas y de la astronomía del mundo anti-guo. El signo pictográfico del Duodécimo Planeta, el «Planeta del Cruce», era una cruz. 




Este signo cuneiforme, que también significa «Anu» y «divino», evolucionó en las lenguas semitas hasta la letra tav, que significaba «la señal».

Y, ciertamente, todos los pueblos del mundo antiguo consideraban la aproximación periódica del Duodécimo Planeta como una señal de trastornos, grandes cambios y nuevas eras. 

Los textos mesopotámicos hablaban de la aparición periódica del planeta como de un acontecimiento anticipado, predecible y observable:

El gran planeta:
en su aspecto, rojo oscuro.
El Cielo divide por la mitad
y se levanta como Nibiru.

Muchos de los textos que tratan de la llegada del planeta eran augurios que profetizaban el efecto que el acontecimiento tendría sobre la Tierra y la Humanidad. R. Campbell Thompson (Reports of the Magicians and Astronomers of Nineveh and Babylon) reprodujo varios de estos textos, que describen el avance del planeta mientras «bordeaba la posición de Júpiter» y llegaba al punto de cruce, Nibiru:

Si, desde la posición de Júpiter,
el Planeta pasa hacia el oeste,
habrá un tiempo para morar en la seguridad.
La amable paz descenderá sobre la tierra.
Si, desde la posición de Júpiter,
el Planeta aumenta en brillo
y en el Zodiaco de Cáncer se convierte en Nibiru,
Acad se desbordará de plenitud,
el rey de Acad crecerá poderoso.
Si Nibiru culmina...
las tierras habitarán con seguridad,
los reyes hostiles estarán en paz,
los dioses recibirán las oraciones y atenderán las súplicas.

No obstante, se esperaba que la aproximación del planeta provo-cara lluvias e inundaciones, debido a los fuertes efectos gravitatorios:

Cuando el Planeta del Trono del Cielo
crezca en brillo,
habrá inundaciones y lluvias...
Cuando Nibiru alcance su perigeo,
los dioses darán paz;
se resolverán los problemas,
las complicaciones se aclararán.
Lluvias e inundaciones vendrán.

Al igual que los sabios mesopotámicos, los profetas hebreos consideraban el tiempo de aproximación del planeta a la Tierra y el que se hiciera visible a la Humanidad como el preludio de una nueva era. 

Las similitudes entre los augurios mesopotámicos de paz y prosperidad que debían acompañar al Planeta del Trono del Cielo, y las profecías bíblicas de paz y justicia que se establecerían sobre la Tierra después del Día del Señor, se pueden expresar mejor en boca de Isaías:

Y sucederá en el Fin de los Días:
...el Señor juzgará entre las naciones
y reprobará a muchos pueblos.
Ellos convertirán sus espadas en arados
y sus lanzas en podaderas;
no levantará espada nación contra nación.

Contrastando con las bendiciones de la nueva era que seguirá al Día del Señor, el día mismo se describe en el Antiguo Testamento como un tiempo de lluvias, inundaciones y terremotos. 

Si vemos estos pasajes bíblicos, al igual que sus homólogos mesopotámicos, como los del tránsito en las cercanías de la Tierra de un gran planeta con una fuerte atracción gravitatoria, las palabras de Isaías se nos harán plenamente comprensibles:

Como el ruido de una multitud en las montañas,
un ruido tumultuoso como el de una gran cantidad de gente,
de reinos, de naciones, agrupadas;
es el Señor de los Ejércitos,
comandando una Hueste en la batalla.
De tierras lejanas vienen,
desde el confín del Cielo
el Señor y sus Armas de la ira
vienen a destruir toda la Tierra...
Por eso haré temblar el Cielo
y se moverá la Tierra de su lugar
cuando cruce el Señor de los Ejércitos,
el día de su ardiente cólera.

Mientas en la Tierra «las montañas se derretirán... los valles se agrietarán», la rotación de la Tierra se verá afectada. 

El profeta Amos predijo explícitamente:

Sucederá en aquel Día,
dice el Señor Dios,
que haré ponerse el Sol al mediodía
y oscureceré la Tierra en mitad de la mañana.

Anunciando, «¡Mirad, el Día del Señor se acerca!», el profeta Zacarías avisó a las gentes que, en un solo día, se detendría el giro de la Tierra alrededor de su eje:

Y sucederá en aquel Día
que no habrá luz, sino frío y hielo.
Y habrá un día, conocido sólo del Señor,
que no habrá día ni noche,
cuando en la tarde habrá luz.

Sobre el Día del Señor, dijo el profeta Joel, «el Sol y la Luna se oscurecerán, las estrellas retraerán su fulgor»; «el Sol se volverá oscuridad, y la Luna será como de sangre roja».

Los textos mesopotámicos ensalzaban el fulgor del planeta, y sugerían que se podía ver incluso de día:

«visible al amanecer, desapareciendo de la vista con el ocaso». En un sello cilindrico encontrado en Nippur, se representa a un grupo de labradores mirando sobrecogidos al Duodécimo Planeta (simbolizado por la cruz), visible en los cielos.




Los pueblos de la antigüedad no sólo esperaban la llegada periódica del Duodécimo Planeta, sino que seguían también su avance.

Diversos pasajes bíblicos -concretamente en Isaías, Amos y Job-relatan el movimiento del Señor celestial a través de varias constelaciones. 

«Solo, se extiende por los cielos y se remonta a las alturas de lo Profundo; llega a la Osa Mayor, a Orion y Sirio, y a las constelaciones del sur». 

O bien, «Su rostro sonríe sobre Tauro y Aries; de Tauro a Sagitario irá». 

Estos versículos describen un planeta que no sólo cruza los más altos cielos, sino que también entra desde el sur y se mueve en el sentido de las agujas del reloj -exactamente lo que dedujimos por los datos mesopotámicos. 

El profeta Habacuc afirmó, de forma muy explícita: «El Señor vendrá del sur... su gloria llenará la Tierra... y Venus será como luz, sus rayos, del Señor dados».

De entre los muchos textos mesopotámicos que tratan este tema, uno es bastante claro:

El Planeta del dios Marduk:
En su aparición: Mercurio.
Ascendiendo treinta grados del arco celeste: Júpiter.
Cuando se sitúe en el lugar de la batalla celeste:
Nibiru.





Como ilustra el diagrama esquemático, los textos citados hasta aquí no están dando, simplemente, diferentes nombres al Duodécimo Planeta, tal como los expertos han supuesto. 

Más bien se están refiriendo a los movimientos del planeta y a los tres puntos cruciales en los que su aparición se puede observar y seguir desde la Tierra.

La primera ocasión para observar al Duodécimo Planeta en su regreso a las cercanías de la Tierra era, así pues, cuando se alineaba con Mercurio -según nuestros cálculos, en un ángulo de 30 grados con respecto al imaginario eje celeste de Sol-Tierra-perigeo. Acercándose a la Tierra y, de ahí, dando la impresión de «ascender» más aún en los cielos terrestres (otros 30 grados, para ser exactos), el planeta cruzaba la órbita de Júpiter. 

Por último, llegando al punto donde tuvo lugar la batalla celeste, el perigeo, o el Lugar del Cruce, el planeta es Nibiru. 

Trazando un eje imaginario entre el Sol, la Tierra y el perigeo de la órbita de Marduk, los observadores en la Tierra veían primero a Marduk alineado con Mercurio, en un ángulo de 30°. 

Progresando otros 30°, Marduk cruzaba la órbita de Júpiter.

Después, en su perigeo, Marduk alcanzaba El Cruce, volvía al lugar de la Batalla Celeste, el punto más cercano a la Tierra, e iniciaba su órbita de regreso al espacio lejano.

La anticipación del Día del Señor en los antiguos escritos mesopotámicos y hebreos, que tuvo su eco en las expectativas de la llegada del Reino del Cielo en el Nuevo Testamento, se basaba, de este modo, en las experiencias reales de las gentes de la Tierra, en el hecho de haber presenciado el regreso periódico del Planeta del Reino a las cercanías de la Tierra.

La aparición y desaparición periódica del planeta confirma la suposición de su permanencia en órbita solar.

En este aspecto, actúa como muchos cometas. Algunos de los cometas conocidos -como el Halley, que se acerca a la Tierra cada 75 años- desaparecían de la vista durante tanto tiempo, que a los astrónomos les resultaba difícil darse cuenta de que se trataba del mismo cometa. Otros de estos cuerpos celestes sólo se han visto en una ocasión para la memoria humana, y se supone que tienen períodos orbitales de miles de años. 

El cometa Kohoutek, por ejemplo, descubierto en Marzo de 1973, llegó hasta los 120.000.000 kilómetros de la Tierra en Enero de 1974, y desapareció por detrás del Sol poco después. 

Los astrónomos calculan que volverá a aparecer en algún momento entre los 7.500 y los 75.000 años en el futuro.

La familiaridad que se observa en los textos con respecto a las apariciones y desapariciones del Duodécimo Planeta sugiere que su período orbital es más corto que el calculado para el Kohoutek. 

Si esto es así, ¿por qué nuestros astrónomos no son conscientes de la existencia de este planeta? 

Lo cierto es que, incluso una órbita que fuera la mitad de larga que la de la cifra más baja del Kohoutek, llevaría al Duodécimo Planeta a una distancia seis veces superior a la que nos separa de Plutón -una distancia que impediría que el planeta fuera visible desde la Tierra, dado que difícilmente podría reflejar la luz del Sol. 

De hecho, los planetas conocidos más allá de Saturno se descubrieron de forma matemática, no visual. 

Los astrónomos descubrieron que las órbitas de los planetas conocidos parecían estar afectadas por otros cuerpos celestes. Quizás, éste podría ser también el sistema para «descubrir» al Duodécimo Planeta. 

Ya se ha especulado sobre la existencia de un «Planeta X», que, aunque invisible, parece «sentirse» a través de sus efectos sobre las órbitas de determinados cometas. 

En 1972, Joseph L. Brady, del Laboratorio Lawrence Livermore de la Universidad de California, descubrió que las discrepancias en la órbita del cometa Halley podían deberse a un planeta del tamaño de Júpiter que orbi-tara al Sol cada 1.800 años. A una distancia estimada de 9.600.000.000 kilómetros, su presencia sólo se podría detectar matemáticamente.

Aunque tal período orbital no se puede descartar, las fuentes mesopotámicas y bíblicas ofrecen potentes evidencias de que el período orbital del Duodécimo Planeta es de 3.600 años. 

El número 3.600 se escribía en sumerio como un gran círculo. El epíteto del planeta -shar («soberano supremo»)- tenía también el significado de «un círculo perfecto», «un ciclo completo». También significaba el número 3.600. 

Y la identidad entre los tres términos -planeta/órbita/3.600-no puede ser una mera coincidencia.

Beroso, el erudito-sacerdote-astrónomo babilonio, hablaba de diez soberanos que reinaron en la Tierra antes del Diluvio. 

Resumiendo los escritos de Beroso, Alejandro Polihistor escribió: «En el segundo libro estaba la historia de los diez reyes de los caldeos, y los períodos de cada reinado, que sumaban en total 120 shar's, es decir, 432.000 años; para llegar a la época del Diluvio».

Abideno, un discípulo de Aristóteles, citó también a Beroso al respecto de los diez soberanos antediluvianos cuyo reinado sumaba en total 120 shar's, y aclaró que estos soberanos y sus ciudades se encontraban en la antigua Mesopotamia:

Se dice que el primer rey del país fue Aloro... Éste reinó diez shar's.

Un shar se estima que son tres mil seiscientos años...

Después de él, Alapro reinó tres shar's; a éste le sucedió Amilaro, de la ciudad de panti-Biblon, que reinó trece shar's...

Después de éste, Ammenon reinó doce shar's; él era de la ciudad de panti-Biblon. Después, Megaluro, del mismo lugar, dieciocho shar's.

Más tarde, Daos, el Pastor, gobernó por el espacio de diez shar's...

Hubo después otros Soberanos, y el último de todos fue Sisithro; de manera que, en total, la cifra asciende a diez reyes, y el término de sus reinados asciende a ciento veinte shafs.

También Apolodoro de Atenas hablaba de las revelaciones prehistóricas de Beroso en términos similares: diez soberanos reinaron durante un total de 120 shar's (432.000 años), y el reinado de cada uno de ellos se midió también en los 3.600 años de las unidades shar.

Con la llegada de la Sumerología, los «textos de antaño» a los cuales se refería Beroso se encontraron y se descifraron; eran las listas de reyes sumerios que, según parece, transmitieron la tradición de los diez soberanos antediluvianos que gobernaron la Tierra desde los tiempos en que «el reino fue bajado del Cielo» hasta que «el Diluvio barrió la Tierra».

Una lista de reyes sumerios, conocida como el texto W-B/144, documenta los reinados divinos en cinco asentamientos o «ciudades». 

En la primera ciudad, Eridú, hubo dos soberanos. El texto prefija ambos nombres con el título silábico «A», que significa «progenitor».

Cuando el reino fue bajado del Cielo,
el reino estuvo primero en Eridú.
En Eridú,
A.LU.LIM se convirtió en rey; gobernó 28.800 años.
A.LAL.GAR gobernó 36.000 años.
Dos reyes la gobernaron 64.800 años.

El reino se transfirió después a otras sedes de gobierno, donde los soberanos recibieron el nombre de en, o «señor» (y, en un caso, el título divino de dirigir).

Dejo Eridú;
su reino se llevó a Bad-Tibira.
En Bad-Tibira,
EN.MEN.LU.AN.NA gobernó 43.200 años;
EN.MEN.GAL.AN.NA gobernó 28.800 años.
El divino DU.MU.ZI, Pastor, gobernó 36.000 años.
Tres reyes la gobernaron durante 108.000 años.

Después, la lista cita las ciudades que siguieron, Larak y Sippar, así como sus divinos soberanos; y, por último, la ciudad de Shuruppak, donde fue rey un humano de parentesco divino. 

Lo sorprendente del caso, en cuanto a las fantásticas duraciones de estos reinados, es que todas, sin excepción, son múltiplos de 3.600:

Alulim -  8 x 3.600 = 28.800
Alalgar - 10 x 3.600 = 36.000
Enmenluanna - 12 x 3.600 = 43.200
Enmengalann -  8 x 3.600 = 28.800
Dumuzi - 10 x 3.600 = 36.000
Ensipazianna    -  8 x 3.600 = 28.800
Enmendurann     -  6 x 3.600 = 21.600
Ubartutu -  5 x 3.600 = 18.000

Otro texto sumerio (W-B/62) añadió Larsa y sus dos soberanos divinos a la lista de reyes, y los períodos de reinado son también múltiplos perfectos del shar de 3.600 años. 

Con la ayuda de otros textos, la conclusión es que, ciertamente, hubo diez soberanos en Sumer antes del Diluvio, que todos los reinados duraron demasiados shar's, y que, en total, duraron 120 shar's, tal como informó Beroso.

La conclusión que se sugiere es que estos shar's de reinado estaban relacionados con el período shar (3.600 años) orbital del planeta «Shar», el «Planeta del Reino»; que Alulim reinó durante ocho órbitas del Duodécimo Planeta, Alalgar durante diez órbitas, etc.

Si estos soberanos antediluvianos eran, como sugerimos, nefilim que vinieron a la Tierra desde el Duodécimo Planeta, entonces no debería de sorprendernos que sus períodos de «reinado» en la Tierra guardaran relación con el período orbital del Duodécimo Planeta. 

Los períodos de tales mandatos o Reinados se prolongarían desde el momento del aterrizaje hasta el momento del despegue; cuando un comandante llegaba desde el Duodécimo Planeta, el mandato del otro terminaba. 

Dado que los aterrizajes y despegues debían guardar relación con la aproximación a la Tierra del Duodécimo Planeta, los mandatos sólo se podían medir en estos períodos orbitales, en shar's.

Cómo no, se podría preguntar si cualquiera de los nefilim, después de llegar a la Tierra, podía permanecer al mando, aquí, durante los pretendidos 28.800 o 36.000 años. No nos sorprende que los expertos digan que la duración de estos reinados es «legendaria».

Pero, ¿qué es un año? Nuestro «año» es, simplemente, el tiempo que le lleva a la Tierra completar una órbita alrededor del Sol. 

Dado que la vida se desarrolló en la Tierra cuando ya estaba orbitando al Sol, la vida en la Tierra sigue el patrón de esta duración orbital. 

(Incluso un tiempo orbital mucho menor, como el de la Luna, o el ciclo día-noche, tiene la fuerza suficiente como para afectar a casi todas las formas de vida en la Tierra.)

Vivimos tal cantidad de años porque nuestros relojes biológicos están ajustados a tal cantidad de órbitas de la Tierra alrededor del Sol.

Existen pocas dudas de que la vida en otro planeta se «temporizaría» en función de los ciclos de ese planeta.

Si la trayectoria del Duodécimo Planeta alrededor del Sol tuviera tal extensión que una órbita suya se llevara a cabo en el mismo tiempo que a la Tierra le lleva hacer 100 órbitas, un año de los nefilim equivaldría a 100 años nuestros. 

Si su órbita fuera 1.000 veces más larga que la nuestra, 1.000 años de la Tierra equivaldrían a sólo un año de los nefilim.

¿Y qué ocurre si, como sugerimos, su órbita alrededor del Sol durara 3.600 años? 

Entonces 3600 de nuestros años serrían sólo un en su calendario, y también un solo año en su vida. 

El tiempo de mandato (reinado) del que hablan los sumerios y Beroso no sería, de este modo, ni «legendario» ni fantástico: sólo habría durado cinco, ocho o diez años de los nefilim.

En capítulos previos hemos mencionado que la marcha de la Humanidad hacia la civilización -a través de la intervención de los nefilim- pasó por tres etapas, separadas por períodos de 3.600 años: el período Neolítitico(alrededor de 11.000 a.C) la fase de laalfarería alrededor del 7400 a.C.) y la repentina civilización sumeria (alrededor del 3800 a.C). 

No resulta improbable, por tanto, que los nefilim revisaran periódicamente (y tomaran la resolución de continuar) el progreso de la Humanidad, dado que podían reunirse en asamblea cada vez que el Duodécimo Planeta se acercaba a la Tierra.

Muchos estudiosos (por ejemplo, Heinrich Zimmer en The Baby-lonian and Hebrew Génesis) han indicado que el Antiguo Testamento transmitía también las tradiciones de los jefes antediluvianos o antepasados, y que, en la línea de Adán a Noé (el héroe del Diluvio), se enumeraba a diez soberanos. Viendo en perspectiva la situación previa al Diluvio, el Libro del Génesis (Capítulo 6) describe el desencanto divino con la Humanidad.

«Le pesó al Señor haber hecho al Hombre en la Tierra... y el Señor dijo: Destruiré al Hombre, al que he creado».

Y el Señor dijo:
Mi espíritu no protegerá al Hombre para siempre;
después de errar, él no es más que carne.
Y sus días eran ciento veinte años.

Generaciones de eruditos han leído este versículo, «Que sus días sean ciento veinte años», como la concesión de Dios al hombre de un lapso vital de 120 años. Pero esto no tiene sentido.

Si el texto trata de la pretensión de Dios de destruir a la Humanidad, ¿por qué, en la misma frase, le iba a ofrecer al Hombre una larga vida? 

Y nos encontramos con que, tan pronto pasó el Diluvio, Noé vivió bastante más del supuesto límite de 120 años, al igual que sus descendientes, Sem (600), Arpaksad (438), Sélaj (433), etc.

Intentando aplicar el lapso de 120 años al Hombre, los eruditos ignoran el hecho de que el lenguaje bíblico no emplea un tiempo verbal futuro -«Sus días serán»- sino pasado -«Y sus días eran ciento veinte años». 

La pregunta obvia, por tanto, es la siguiente: ¿Al lapso de vida de quién se refieren aquí?

Nuestra conclusión es que la cantidad de 120 años se entendía que se aplicaba a la Deidad.

El fijar un acontecimiento trascendental en su adecuada perspectiva temporal es un rasgo común de los textos épicos sumerios y babilonios. 

«La Epopeya de la Creación» comienza con las palabras Enuma elish («cuando en las alturas»). 

El relato del encuentro del dios Enlil y la diosa Ninlil se sitúa en el tiempo «cuando el hombre aún no había sido creado», etc.

El lenguaje y el propósito del Capítulo 6 del Génesis tenían el mismo objetivo: situar los acontecimientos trascendentes de la gran Inundación en su correcta perspectiva temporal. La primera palabra del primer versículo del Capítulo 6 es cuando:

Cuando los terrestres
comenzaron a crecer en número
sobre la faz de la Tierra,
y les nacieron hijas.

Éste, prosigue la narración, fue el momento en que

Los hijos de los dioses
vieron que las hijas de los terrestres
eran compatibles;
y tomaron para sí
por esposas a las que eligieron.

Momento en el cual...

Los nefilim estaban en el país
en aquellos días, y también después;
cuando los hijos de los dioses
cohabitaron con las hijas de los terrestres
y concibieron.
Ellos fueron los Poderosos que eran de Olam,
el Pueblo del Shem.

Fue entonces, en aquellos días, cuando el Hombre estaba a punto de ser barrido de la faz de la Tierra por el Diluvio.

¿Cuándo fue exactamente eso?

El versículo 3 nos dice, inequívocamente: cuando su edad, la de la Deidad era de 120 años. 

Ciento veinte «años», no del Hombre ni de la Tierra, sino de los poderosos, el «Pueblo de los Cohetes», los nefilim. 

Y su año era el shar -3.600 años terrestres.

Esta interpretación no sólo aclara los desconcertantes versículos del Génesis 6, sino que también demuestra de qué modo se ajusta a la información sumeria: 120 shar 432.000 años terrestres, habían pasado entre la llegada a la Tierra de los nefilim y el Diluvio.

Antes de volver a los antiguos documentos sobre los viajes de los nefilim a la Tierra y su asentamiento en ella, habría que responder a dos cuestiones básicas: ¿Podrían evolucionar en otro planeta unos seres que, obviamente, no son muy diferentes de nosotros? 

Y también, ¿dispusieron estos seres, hace medio millón de años, de la posibilidad del viaje interplanetario?

La primera pregunta nos lleva a otra aún más fundamental: ¿Existe vida, tal como la conocemos, en alguna otra parte además de en nuestro planeta? 

Los científicos saben ahora que existen innumerables galaxias como la nuestra, que tienen incontables estrellas como nuestro Sol, con cantidades astronómicas de planetas que pueden proporcionar todas las combinaciones imaginables de temperatura, atmósfera y componentes químicos, ofreciendo miles de millones de posibilidades para la Vida.

Los científicos también han descubierto que nuestro propio espacio interplanetario no está vacío. Por ejemplo, existen moléculas de agua en el espacio, los restos de lo que se cree que hayan sido nubes de cristales de hielo que, según parece, envolvían a las estrellas en sus primeros estadios de desarrollo. 

Este descubrimiento da apoyo a las insistentes referencias mesopotámicas a las aguas del Sol, que se mezclaron con las aguas de Tiamat.

También se han encontrado moléculas básicas de materia viva «flotando» en el espacio interplanetario, haciendo saltar en pedazos la creencia de que la vida sólo puede existir dentro de determinado rango de atmósferas o temperaturas. 

Además, también se ha descartado la idea de que la única fuente de energía y calor disponible para los organismos vivos es la que emite el Sol. 

Así, la nave espacial Pioneer 10 descubrió que Júpiter, a pesar de estar mucho más lejos del Sol que la Tierra, era tan cálido que debía de tener sus propias fuentes de energía y calor.

Un planeta con abundancia de elementos radiactivos en sus profundidades no sólo generaría su propio calor, sino que también experimentaría una sustancial actividad volcánica. Esta actividad volcánica proporciona una atmósfera. 

Si el planeta es lo suficientemente grande como para ejercer una fuerte atracción gravitatoria, podrá conservar su atmósfera casi indefinidamente. Esta atmósfera, a su vez, generará un efecto invernadero:

protegerá al planeta del frío del espacio y evitará que el calor del planeta se disipe en el espacio -del mismo modo que la ropa nos mantiene calientes, al no dejar que el calor del cuerpo se disipe. 

Si tenemos esto en cuenta, las descripciones del Duodécimo Planeta en los textos antiguos en las que se dice que iba «vestido con un halo» asumen algo más que un significado poético. Siempre se refieren a él como a un planeta radiante -»el más radiante de los dioses es»- y en las representaciones gráficas se le muestra como un cuerpo que emite rayos. 

El Duodécimo Planeta podía generar su propio calor y retenerlo gracias a su capa atmosférica.

Los científicos han llegado también a la inesperada conclusión de que la vida no sólo evolucionó en los planetas exteriores (Júpiter, Saturno, Urano, Neptuno), sino que, probablemente, evolucionó allí de hecho.

Estos planetas están compuestos de los elementos más ligeros del sistema solar, tienen una composición más parecida a la del universo en general y ofrecen profusión de hidrógeno, helio, metano, amoniaco y, probablemente, neón y vapor de agua en sus atmósferas -todos los elementos necesarios para la producción de moléculas orgánicas.

Para el desarrollo de la vida, tal como la conocemos, es esencial el agua. Los textos mesopotámicos no ofrecen dudas al respecto de que el Duodécimo Planeta era un planeta acuoso. 

En «La Epopeya de la Creación», en la lista de los cincuenta nombres del planeta, aparece un grupo de ellos que ensalzan sus aspectos acuosos. 

Basándose en el epíteto A.SAR («rey acuoso»), «el que establece los niveles del agua», los nombres describen al planeta como A.SAR.U («rey acuoso noble y brillante»), A.SAR.U.LU.DU («rey acuoso noble y brillante cuya profundidad es abundante»), etc.

Los sumerios no dudaban de que el Duodécimo Planeta fuera un planeta verdoso de vida; de hecho, le llamaban NAM.TIL.LA.KU, «el dios que mantiene la vida». 

También era «el que concede el cultivo», «creador del grano y las hierbas que hacen que la vegetación crezca... que abre los pozos, repartiendo agua en abundancia» -el «irrigador del Cielo y la Tierra».

Los científicos han llegado a la conclusión de que la vida no evolucionó sobre los planetas terrestres, con sus pesados componentes químicos, sino en los bordes exteriores del sistema solar. 

Desde ahí, el Duodécimo Planeta vino hasta el centro, un planeta rojizo, refulgente, que generaba e irradiaba su propio calor, ofreciendo en su propia atmósfera los ingredientes necesarios para la química de la vida.

Si existe un enigma, es el de la aparición de la vida sobre la Tierra. 

La Tierra se formó hace unos 4.500.000.000, y los científicos creen que las formas más simples de vida se encontraban ya presentes pocos centenares de millones de años después. Esto es, simplemente, demasiado pronto para conseguirlo. 

Según diversos indicios, las formas de vida más antiguas y sencillas, con más de 3.000 millones de años de antigüedad, tenían moléculas de origen biológico, no no-biológico. Esto significa, dicho de otra manera, que la vida que había en la Tierra tan poco tiempo después de que el planeta naciera tenía que ser, necesariamente, descendiente de alguna forma de vida previa, y no el resultado de la combinación de elementos químicos y gases sin vida.

Lo que sugiere todo esto a los desconcertados científicos es que la vida, que no pudo evolucionar fácilmente en la Tierra, no evolucionó, de hecho, en la Tierra. En la revista científica ícaro (Septiembre de 1973), el Premio Nobel Francis Crick y el Dr. Leslie Orgel avanzaron la teoría de que «la vida en la Tierra puede haber surgido a partir de minúsculos organismos de un planeta distante».

Ellos dieron a conocer sus estudios debido a la conocida incomodidad entre los científicos acerca de las teorías en curso sobre los orígenes de la vida en la Tierra. ¿Por qué hay sólo un código genético para toda la vida terrestre? 

Si la vida comenzó en un «caldo» de cultivo primigenio, como creen la mayoría de los biólogos, debería de haberse desarrollado cierta variedad de códigos genéticos. 

Y, también, ¿por qué el molibdeno juega un papel clave en las reacciones enzimáticas que son esenciales para la vida, siendo el molibdeno un elemento químico tan raro en la Tierra? ¿Por qué elementos tan abundantes en la Tierra, como el cromo o el níquel, son tan poco importantes en las reacciones bioquímicas?

Pero lo más singular de la teoría planteada por estos dos científicos, Crick y Orgel, no era sólo que toda la vida en la Tierra pudiera haber surgido de un organismo de otro planeta, sino que tal «inseminación» fuera deliberada -que seres inteligentes de otro planeta lanzaran «la semilla de la vida» desde su planeta a la Tierra en una nave espacial, con el propósito expreso de comenzar la cadena de la vida en la Tierra.

Sin la ventaja de los datos que se proporcionan en este libro, estos dos eminentes científicos se acercaron mucho a la realidad. No hubo una inseminación «premeditada»; lo que hubo fue una colisión celeste. 

Un planeta portador de vida, el Duodécimo Planeta y sus satélites, colisionaron con Tiamat y la partieron en dos, «creando» la Tierra con una de sus mitades.

Durante esta colisión, el aire y el suelo portadores de vida del Duodécimo Planeta «inseminaron» la Tierra, dándole las primitivas y complejas formas de vida biológicas para cuya temprana aparición no existe otra explicación.

Sólo con que la vida en el Duodécimo Planeta comenzara un 1 por ciento antes que en la Tierra, habría comenzado unos 45 millones de años antes. 

Aún con éste mínimo margen, seres tan desarrollados como el Hombre estarían viviendo ya sobre el Duodécimo Planeta cuando los primeros mamíferos acababan de aparecer sobre la Tierra.

Si aceptamos este comienzo anterior para la vida sobre el Duodécimo Planeta, pudo existir la posibilidad de que sus gentes fueran capaces de viajar por el espacio hace sólo 500.000 años.




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