El 12avo Planeta. Parte 1: UN INTERMINABLE COMIENZO. ZECHARIA SITCHIN 1976, Nueva York, USA. De todas las evidencias que hemos acumulado para apoyar nuestras conclusiones, la prueba número uno es el mismo Hombre. En muchos aspectos, el hombre moderno -el Homo sapiens- es un extraño en la Tierra. Desde que Charles Darwin conmocionó al mundo de los estudiosos y los teólogos de su tiempo con las evidencias de la evolución, la vida en la Tierra se describe a través del Hombre y los primates, mamíferos y vertebrados, remontándonos hasta formas de vida aún más inferiores y llegar, al fin, miles de millones de años atrás, al punto en el que se presume que comenzó la vida. Pero, después de llegar a estos comienzos y de haber empezado a contemplar las probabilidades de vida en cualquier otro lugar de nuestro sistema solar o más allá de él, los científicos han comenzado a sentirse intranquilos con respecto a la vida en la Tierra, puesto que, por algún motivo, no parece ser de aquí. Si la vida comenzó a través de una serie de reacciones químicas espontáneas, ¿por qué la vida en la Tierra no tiene más que un único origen, y no una multitud de orígenes posibles? ¿Y por qué toda la materia viva de la Tierra contiene tan escasos elementos químicos de los que abundan en la Tierra, y tantos que son tan extraños en nuestro planeta? ¿Acaso la vida fue importada a la Tierra desde algún otro lugar? Pero es que, además, la posición del Hombre en la escala evolutiva ha exacerbado aún más el desconcierto. Encontrando un cráneo roto aquí y una mandíbula allí, los estudiosos creyeron, al principio, que el Hombre tuvo su origen en Asia hace alrededor de 500.000 años. Pero, a medida que se iban encontrando fósiles aún más antiguos, se hizo evidente que los molinos de la evolución molían muchísimo más despacio. Los antepasados simios del hombre se sitúan ahora a unos sorprendentes 25 millones de años de distancia. Los descubrimientos de África Oriental revelan una transición a nb de características humanas (homínidos) hace 14 millones de años. Y fue alrededor de 11 millones de años más tarde cuando aparece el primer simio-hombre digno de la clasificación de Homo. El primer ser considerado como verdaderamente humano -el «Australopitecus Avanzado»- vivió en las mismas zonas de África hace unos 2 millones de años.
Y aún le llevó otro millón de años producir al Homo erectus.
Por último, después de otros 900.000 años, apareció el primer Hombre primitivo; se le llamó Neanderthal, por el lugar donde aparecieron por vez primera sus restos.
A pesar de los más de 2 millones de años transcurridos entre el Australopitecus Avanzado y el Neanderthal, las herramientas de ambos grupos -piedras afiladas- eran virtualmente las mismas; y los mismos grupos (por el aspecto que se cree que tenían) hubieran sido difíciles de diferenciar. Después, súbita e inexplicablemente, hace unos 35.000 años, una nueva raza de Hombres e] Homo sapiens (el «Hombre pensante») aparece como de la nada y barre al hombre de Neanderthal de la faz de la Tierra.
Estos Hombres modernos llamados Cro-Magnon se parecían tanto a nosotros que, si se les hubese vestido con las ropas de nuestros tiempos, hubieran pasado desapercibidos entre las multitudes de cualquier ciudad Europea o Americana. Al principio, se les llamó «hombres de las cavernas» debido al magnífico arte rupestre que dejaron. Pero la verdad es que vagaban por la Tierra libremente, pues sabían cómo construirse refugios y hogares con piedras y pieles de animales dondequiera que fuesen. Durante millones de años, las herramientas del Hombre no habían sido más que piedras con formas útiles. Sin embargo, el Hombre de Cro-Magnon hacía armas y herramientas especializadas de madera y hueso. Ya no era un «simio desnudo», pues usaba pieles para vestirse. Tenía una sociedad organizada; vivía en clanes, bajo una hegemonía patriarcal. Sus pinturas rupestres tienen impronta artística y la profundidad del sentimiento; sus pinturas y sus esculturas evidencian cierta forma de «religión», en apariencia, el culto de una Diosa Madre que se representaba a veces con el signo de una Luna creciente. También enterraba a sus muertos y, de ahí, que posiblemente tuviera algún tipo de filosofía en lo referente a la vida, la muerte y, quizás, a una vida después de la vida. Pero, aun con lo misterioso e inexplicable que resulta la aparición del Hombre de Cro-Magnon, el rompecabezas es todavía más complejo, puesto que, con el descubrimiento de otros restos del Hombre moderno (en lugares como Swanscombe, Steinheim y Montmaria), se hace evidente que el Hombre de Cro-Magnon surgió de una rama aún más antigua de Homo sapiens que vivió en Asia occidental y el Norte de África unos 250.000 años antes que él. La aparición del Hombre moderno sólo 700.000 años después, del Homo erectus y unos 200.000 años antes del Hombre de Neanderthal es absolutamente inverosímil.
Es evidente también que la desviación del Homo sapiens con respecto al lento proceso evolutivo es tan pronunciada que muchos de nuestros rasgos, como el de la capacidad de hablar, no tienen conexión alguna con los primates anteriores. Una autoridad prominente en este tema, el profesor Theodosius Dobzhansky (Mankind Evolving), estaba ciertamente desconcertado por el hecho de que este desarrollo tuviera lugar durante un período en el cual la Tierra estaba atravesando una glaciación, el momento menos propicio para un avance evolutivo. Señalando que el Homo sapiens carecía por completo de algunas de las peculiaridades de los tipos anteriores conocidos, y que tenía algo que nunca antes se había visto, llegó a la conclusión de que «el hombre moderno tiene muchos parientes fósiles colaterales, pero no tiene progenitores; de este modo, la aparición del Homo sapiens se convierte en un enigma». Entonces, ¿cómo puede ser que los antepasados del Hombre moderno aparecieran hace unos 300.000 años, en lugar de hacerlo dentro de dos o tres millones de años en el futuro, tal como hubiera-sucedido en caso de seguir el desarrollo evolutivo? ¿Fuimos importados a la Tierra desde algún otro lugar o, como afirma el Antiguo Testamento y otras fuentes antiguas, fuimos creados por los dioses? Ahora sabemos dónde comenzó la civilización y cómo se desarrolló, pero la pregunta que sigue sin ser respondida es: ¿Por qué? ¿Por qué apareció la civilización? Pues, como muchos estudiosos admiten hoy con frustración, todos los datos indican que el Hombre debería de estar todavía sin ningún tipo de civilización. No existe ninguna razón obvia por la cual debiéramos estar más civilizados que las tribus primitivas de la selva amazónica o de los lugares más inaccesibles de Nueva Guinea. Pero, se nos dice, si estos indígenas viven aún como en la Edad de Piedra, es porque han estado aislados. Pero, ¿aislados de qué? Si ellos han estado viviendo en el mismo planeta que nosotros, ¿por qué no han adquirido el mismo conocimiento científico y tecnológico que, supuestamente, nosotros hemos desarrollado? Sin embargo, el verdadero enigma no estriba en el atraso de los hombres de la selva, sino en nuestro avance; pues se reconoce ahora que, en el curso normal de la evolución, el Hombre debería de estar tipificado por los hombres de la selva y no por nosotros. Al Hombre le llevó dos millones de años avanzar en su «industria de la herramienta», desde la utilización de las piedras tal cual las encontraba, hasta el momento en que se percató de que podía desportillarlas y darles forma para adaptarlas mejor a sus propósitos. ¿Por qué no otros dos millones de años para aprender a utilizar otros materiales, y otros diez millones de años más para dominar las matemáticas, la ingeniería y la astronomía? Y, sin embargo, aquí estamos, menos de 50.000 años después del Hombre de Neanderthal, llevando astronautas a la Luna. Por tanto, la pregunta obvia es ésta: ¿Fuimos realmente nosotros y nuestros antepasados mediterráneos los que desarrollamos tan avanzada civilización? Aunque el Hombre de Cro-Magnon no construyera rascacielos ni utilizara metales, no hay duda de que la suya fue una civilización repentina y revolucionaria. Su movilidad, su capacidad para construirse refugios, su impulso por vestirse, sus herramientas manufacturadas, su arte, todo ello, compuso una repentina civilización que venía a romper un interminable comienzo de cultura humana que venía alargándose durante millones de años y que avanzaba a un paso sumamente lento y doloroso. Aunque nuestros estudiosos no puedan explicar la aparición del Homo sapiens y de la civilización del Hombre de Cro-Magnon, al menos no hay duda, por ahora, en cuanto al lugar de origen de esta civilización: Oriente Próximo.
Las tierras altas y las cordilleras que se extienden en un semiarco desde los Montes Zagros, en el este (donde, en la actualidad, se encuentra la frontera entre Irán e Iraq), pasando por el Monte Ararat y la cadena montañosa del Tauro, en el norte, para bajar, hacia el oeste y el sur, por las colinas de Siria, Líbano e Israel, están repletas de cavernas donde se han conservado las evidencias de un Hombre más moderno que prehistórico. Una de estas cuevas, la de Shanidar, está situada en el nordeste del semiarco de la civilización. En la actualidad, los feroces kurdos buscan refugio en las cuevas de esta zona tanto para sí mismos como para sus rebaños durante los fríos meses de invierno. Así debió de ser también en una noche invernal de hace 44.000 años, cuando una familia de siete miembros (uno de los cuales era un bebé) buscó refugio en la cueva de Shanidar.
Sus restos -todos ellos fueron aplastados por un desprendimiento de rocas- fueron descubiertos en 1957 por un sobrecogido Ralph Solecki, que había ido a la zona en busca de evidencias del hombre primitivo. Lo que encontró fue mucho más de lo que esperaba. A medida que se iban quitando escombros, se iba haciendo evidente que la cueva había conservado un registro claro de la vida del Hombre en aquella zona entre unos 100.000 y 13.000 años antes. Lo que mostró este registro fue tan sorprendente como el descubrimiento mismo. La cultura humana no mostraba ningún progreso sino, incluso, una evidente regresión. Comenzando desde cierto nivel, las generaciones siguientes no mostraban niveles más avanzados sino niveles inferiores de vida civilizada. Y entre el 27.000 y el 11.000 a.C., la regresión y la disminución de la población llevaron al punto de la casi completa ausencia de habitantes en la zona. Se supone que por motivos climáticos, el Hombre casi desapareció de toda esta zona durante 16.000 años. Y luego, alrededor del 11.000 a.C, el «Hombre pensante» volvió a aparecer con un nuevo vigor y con un inexplicablemente alto nivel cultural. Fue como si un entrenador invisible, viendo el vacilante partido de la humanidad, hubiera hecho entrar en el campo a todo un equipo de refresco, bien entrenado, para sustituir al equipo exhausto. A lo largo de los muchos millones de años de su interminable comienzo, el Hombre fue el hijo de la naturaleza; sobrevivía recolectando alimentos que crecían de forma salvaje, cazando animales salvajes, capturando aves salvajes y peces. Pero justo cuando los asentamientos humanos estaban casi desapareciendo, justo cuando estaban abandonando sus hogares, cuando sus logros materiales y artísticos estaban desapareciendo, justo entonces, de pronto, sin motivo aparente y, que se sepa, sin ningún período previo de preparación gradual, el Hombre se hace agricultor. Haciendo un resumen del trabajo de muchas autoridades eminentes en la materia, R. J. Braidwood y B. Howe {Prehistoric Investigations in Iraqi Kurdistan) llegaron a la conclusión de que los estudios genéticos confirman los descubrimientos arqueológicos, y no dejan lugar a dudas de que la agricultura comenzó exactamente allí donde el Hombre pensante había emergido antes con su primera y tosca civilización: en Oriente Próximo. Hasta el momento, no existe duda de que la agricultura se extendió a todo el mundo desde el arco de montañas y tierras altas de Oriente Próximo. Empleando métodos sofisticados de datación por radiocarbono y de genética de las plantas, muchos estudiosos de diversos campos científicos concuerdan en que la primera empresa agrícola del Hombre fue el cultivo del trigo y la cebada, probablemente a través de la domesticación de una variedad silvestre de trigo, el Triticum dicoccum. Aceptando que, de algún modo, el Hombre pasara por un proceso gradual de aprendizaje sobre cómo domesticar, hacer crecer y cultivar una planta silvestre, los estudiosos siguen desconcertados por la profusión de otras plantas y cereales básicos para la supervivencia y el progreso humanos que siguieron saliendo de Oriente Próximo. Entre los cereales comestibles, aparecieron en rápida sucesión el mijo, el centeno y la escanda; el lino, que proporcionaba fibras y aceite comestible; y una amplia variedad de arbustos y árboles frutales. En cada uno de estos casos, la planta fue indudablemente domesticada en Oriente Próximo durante milenios antes de llegar a Europa. Era como si en Oriente Próximo hubiera existido una especie de laboratorio botánico genético, dirigido por una mano invisible, que producía de vez en cuando una nueva planta domesticada. Los eruditos que han estudiado los orígenes de la vid han llegado a la conclusión de que su cultivo comenzó en las montañas del norte de Mesopotamia, y en Siria y Palestina. Y no es de sorprender. El Antiguo Testamento nos dice que Noé «plantó una viña» (y que incluso se llegó a emborrachar con su vino) después de que el arca se posara sobre el Monte Ararat, cuando las aguas del Diluvio se retiraron. La Biblia, como los eruditos, sitúa así el inicio del cultivo de la vid en las montañas del norte de Mesopotamia. Manzanas, peras, aceitunas, higos, almendras, pistachos, nueces; todos tuvieron su origen en Oriente Próximo, y desde allí se difundieron a Europa y a otras partes del mundo. Ciertamente, no podemos hacer otra cosa más que recordar que el Antiguo Testamento se adelantó en varios milenios a nuestros eruditos a la hora de identificar esta misma zona como aquella en la que se estableció el primer huerto del mundo: «Luego plantó Yahveh Dios un jardín en Edén, al oriente... Yahveh Dios hizo brotar del suelo toda clase de árboles deleitosos a la vista y buenos para comer». La localización general del «Edén» era ciertamente conocida para las generaciones bíblicas. Estaba «al oriente» -al este de la Tierra de Israel. Estaba en una tierra regada por cuatro grandes ríos, dos de los cuales eran el Tigris y el Eufrates. No cabe duda de que el Libro del Génesis sitúa el primer huerto en las tierras altas donde tienen su origen estos ríos, en el nordeste de Mesopotamia. Tanto la Biblia como la ciencia están completamente de acuerdo. En realidad, si leemos el texto original hebreo del Libro del Génesis, no como un texto teológico sino como un texto científico, nos encontraremos con que también describe con precisión el proceso de domesticación de la planta. La ciencia nos dice que el proceso fue desde las hierbas silvestres hasta los cereales silvestres, para luego llegar hasta los cereales cultivados y seguir con los arbustos y árboles frutales. Y éste es exactamente el proceso que se detalla en el primer capítulo del Libro del Génesis. Y el Señor dijo: «Produzca la tierra hierbas; cereales que por semillas produzcan semillas; árboles frutales que den fruto según su especie, que contengan la semilla en su interior». Y así fue: La Tierra produjo hierba; cereales que por semillas producían semillas, según su especie; y árboles que dan fruto, que contienen la semilla en su interior, según su especie. El Libro del Génesis prosigue diciéndonos que el Hombre, expulsado del jardín del Edén, tuvo que trabajar duro para hacer crecer su comida. «Con el sudor de tu rostro comerás el pan», le dijo el Señor a Adán. Y fue después de eso que «fue Abel pastor de ovejas y Caín labrador». El Hombre, nos dice la Biblia, se hizo pastor poco después de hacerse agricultor. Los estudiosos están completamente de acuerdo con esta secuencia bíblica de los hechos. Analizando las diversas teorías sobre la domesticación de los animales. F. E. Zeuner (Domesíication of Animáis) remarca la idea de que el Hombre no pudo haber «adquirido el hábito de la domesticación o de la cría animales en cautividad antes de alcanzar el estadio de la vida en unidades sociales de cierto tamaño». Estos asentamientos o comunidades, un requisito previo para la domesticación de animales, siguieron al cambio que supuso la agricultura. El primer animal en ser domesticado fue el perro, y no necesariamente como mejor amigo del Hombre sino también, probablemente, como alimento. Se cree que esto pudo suceder alrededor del 9500 a.C. Los primeros restos óseos de perro se han encontrado en Irán, Iraq e Israel. La oveja fue domesticada más o menos por la misma época; en la cueva de Shanidar se encontraron restos de ovejas de alrededor de 9000 a.C, que demostraban que gran parte de las ovejas jóvenes de cada año se sacrificaban por su carne y por sus pieles. Las cabras, que también dan leche, no tardaron en seguirlas; y los cerdos, y el ganado con cuernos y sin ellos fueron los siguientes en ser domesticados. En todos estos casos, la domesticación se inició en Oriente Próximo. Este abrupto cambio en el devenir de los asuntos humanos, ocurrido alrededor del 11000 a.C. en Oriente Próximo (y alrededor de 2.000 años después en Europa) ha llevado a los estudiosos a marcar esta época como la del fin de la Edad de Piedra Antigua (el Paleolítico) y el comienzo de una nueva era cultural, la Edad de Piedra Media (el Mesolítico). El nombre sólo es apropiado si se considera la principal materia prima del Hombre, que sigue siendo la piedra. Sus moradas en las zonas montañosas seguían siendo de piedra, sus comunidades se protegían con muros de piedra y su primera herramienta agrícola -la hoz- estaba hecha de piedra. Honraba y protegía a sus muertos cubriendo y adornando sus tumbas con piedras, y utilizaba la piedra para hacer imágenes de los seres supremos, o «dioses», cuya benigna intervención buscaban. Una de tales imágenes, encontrada en el norte de Israel y datada en el noveno milenio a.C, muestra la cabeza tallada de un «dios» cubierta por un casco rayado y portando una especie de «gafas». Sin embargo, observando las cosas en su conjunto, sería más adecuado denominar a esta era que comienza en los alrededores del 11000 a.C. como la Edad de la Domesticación, más que como la Edad de Piedra Media. En el lapso de no más de 3.600 años -una noche, para los lapsos temporales de ese comienzo interminable-, el Hombre se hizo agricultor, y se domesticó a las plantas y a los animales salvajes. Después, no podía ser de otro modo, vino una nueva era. Los eruditos la llaman la Edad de Piedra Nueva (Neolítico), pero el término es completamente inadecuado, pues el cambio principal que tuvo lugar alrededor del 7500 a.C. fue el de la aparición de la cerámica.
Por razones que todavía eluden nuestros eruditos -pero que se aclararán a medida que expongamos nuestro relato sobre sucesos prehistóricos-, la marcha del Hombre hacia la civilización se confinó, durante los primeros milenios a partir del 11000 a.C, a las tierras altas de Oriente Próximo. El descubrimiento de los múltiples usos que se le podía dar a la arcilla tuvo lugar al mismo tiempo que el Hombre dejó sus moradas en las montañas para instalarse en los fangosos valles. Sobre el séptimo milenio a.C, el arco de civilización de Oriente Próximo estaba inundado de culturas de la arcilla o la cerámica, que elaboraban un gran número de utensilios, ornamentos y estatuillas. Hacia el 5.000 a.C, en Oriente Próximo se estaban realizando objetos de arcilla y cerámica de excelente calidad y diseño. Pero, una vez más, el progreso se ralentizó y, hacia el 4500 a.C, según indican las evidencias arqueológicas, hubo una nueva regresión. La cerámica se hizo más simple, y los utensilios de piedra -una reliquia de la Edad de Piedra- volvieron a predominar. Los lugares habitados revelan escasos restos. Algunos de los lugares que habían sido centros de la industria de la cerámica y la arcilla comenzaron a abandonarse, y la manufactura de la arcilla desapareció. «Hubo un empobrecimiento generalizado de la cultura», según James Melaart (Earliest Civilizations of the Near East), y algunos lugares llevan claramente la impronta de «una nueva época de necesidades». El Hombre y su cultura estaban, claramente, en declive. Después, súbita, inesperada e inexplicablemente, el Oriente Próximo presenció el florecimiento de la mayor civilización imaginable, una civilización en la cual estamos firmemente enraizados. Una mano misteriosa sacó, una vez más, al Hombre de su declive, y lo elevó hasta un nivel de cultura, conocimientos y civilización aún mayor. +++
El 12avo Planeta. Parte 2: UNA CIVILIZACIÓN REPENTINA. ZECHARIA SITCHIN 1976, Nueva York, USA. Durante mucho tiempo, el hombre occidental ha creído que su civilización era el legado de Roma y Grecia, pero los mismos filósofos griegos dijeron en repetidas ocasiones que su saber lo habían extraído de fuentes aún más antiguas. Más tarde, los viajeros que volvían a Europa después de pasar por Egipto hablaban de imponentes pirámides y de ciudades-templo medio enterradas en la arena, custodiadas por extrañas bestias de piedra llamadas esfinges. Cuando Napoleón llegó a Egipto en 1799, hizo venir a algunos de sus eruditos para que estudiaran y explicaran aquellos antiguos monumentos. Uno de sus oficiales encontró cerca de Rosetta una losa de piedra en la que había inscrito un edicto de 196 a.C. escrito en la antigua escritura pictográfica egipcia (jeroglíficos) así como en otros dos alfabetos diferentes. El desciframiento de la escritura y la lengua del antiguo Egipto, junto con los esfuerzos arqueológicos que siguieron, desvelaron al hombre occidental que había existido una gran civilización en aquel lugar mucho antes del advenimiento de la civilización griega. Las anotaciones egipcias hablaban de dinastías reales que comenzaban alrededor del 3100 a.C, dos milenios antes del inicio de una civilización helénica que, alcanzando su madurez entre los siglos v y iv a.C, era más una advenediza de última hora que una engendradora de civilizaciones. ¿Acaso el origen de nuestra civilización se encontraba en Egipto? Por lógica que pudiera parecer esta conclusión, los hechos militaban en contra. Los eruditos griegos hablaban de visitas a Egipto, pero las antiguas fuentes de conocimiento de las que hablaban se encontraban en algún otro lugar. Las culturas pre-helénicas del Egeo -la cultura minoica de la isla de Creta y la micénica de la Grecia continental- ofrecían evidencias de que había sido una cultura de Oriente Próximo, y no la egipcia, la cultura de donde habían bebido los griegos. Siria y Anatolia, y no Egipto, eran las principales avenidas a través de las cuales había llegado hasta los griegos una civilización aún más antigua. Al darse cuenta de que la invasión dórica de Grecia y la invasión israelita de Canaán, que siguió al éxodo de Egipto, tuvieron lugar casi al mismo tiempo (alrededor del siglo XIII a.C), los estudiosos comenzaron a descubrir cada vez más similitudes entre las civilizaciones semitas y helénica. El profesor Cyrus H. Gordon (Forgotten Scripts; Evidence for the Minoan Language) abrió nuevos horizontes a la investigación al demostrar que una primitiva escritura minoica, llamada Lineal A, parecía pertenecer a una lengua semita. Gordon llegó a la conclusión de que «el diseño (a diferencia del contenido) de las civilizaciones hebrea y minoica es, en gran medida, el mismo», y señaló que el nombre de la isla, Creta, deletreado en minoico como Ke-re-ta, era muy similar al de la palabra hebrea Ke-re-et («ciudad amurallada»), y tenía su homólogo en un relato semita de un rey de Keret.
Incluso el alfabeto griego, del cual derivan el alfabeto latino y el nuestro, proviene de Oriente Próximo.
Los mismos historiadores griegos de la antigüedad escribieron que un fenicio llamado Cadmo («antiguo») trajo el alfabeto, que constaba del mismo número de letras, y en el mismo orden, que el alfabeto hebreo; aquel era el alfabeto griego que existía cuando tuvo lugar la Guerra de Troya. Más tarde, ya en el siglo V a.C, el poeta Simónides de Ceos elevó el número de letras a 26. Se puede demostrar fácilmente que la escritura griega y la latina, y, por ende, los cimientos de la cultura occidental, provienen de Oriente Próximo sólo con que comparemos el orden, los nombres, los signos e, incluso, los valores numéricos del alfabeto original de Oriente Próximo con los muy posteriores griego y latino.
(1) «H» transliterado normalmente como «H» por hacerlo más sencillo, se pronuncia, en lenguas sumerias y semita, como «CH» en el escocés o alemán «loch». (2) «S» transliterado normalmente como «S» por hacerlo más sencillo, se pronuncia, en lenguas sumerias y semita, como «TS» Los estudiosos sabían, cómo no, de los contactos que tuvieron los griegos con Oriente Próximo en el primer milenio a.C, contactos que culminaron con la victoria de Alejandro Magno sobre los persas en 331 a.C. Las crónicas griegas contenían mucha información acerca de aquellos persas y de sus tierras (que más o menos se correspondían con las del Irán de hoy en día). A juzgar por los nombres de sus reyes -Ciro, Darío, Jerjes- y los nombres de sus deidades, que parecen pertenecer a la rama lingüística indoeuropea, los estudiosos llegaron a la conclusión de que formaban parte del pueblo ario («señorial»), que apareció en algún lugar cercano al Mar Caspio a finales del segundo milenio a.C, y que se expandió por el oeste hasta Asia Menor, por el este hasta la India y por el sur hasta lo que el Antiguo Testamento llamó las «tierras de los medos y parsis». Sin embargo, no todo era tan sencillo. A pesar del supuesto origen foráneo de los invasores, el Antiguo Testamento los trata como parte integrante de los sucesos bíblicos. Ciro, por ejemplo, estaba considerado como un «Ungido de Yahveh» -una relación bastante inusual entre el Dios hebreo y alguien no hebreo. Según el bíblico Libro de Ezra, Ciro era consciente de su misión en la reconstrucción del Templo de Jerusalén, y afirmaba que actuaba por orden de Yahveh, al cual llamaba «Dios del Cielo». Ciro y el resto de reyes de su dinastía se llamaban a sí mismos aqueménidas, por el título adoptado por el fundador de la dinastía, Aquemenes (Hakham-Anish). Y éste no era, precisamente, un título ario, sino uno completamente semita que significaba «hombre sabio». Por lo general, los estudiosos no han investigado los muchos lazos que podrían apuntar a similitudes entre el Dios hebreo Yahveh y la deidad de los aqueménidas llamada «Señor Sabio», al cual representaban cerniéndose en los cielos dentro de un Globo Alado, como se muestra en el sello real de Darío.
Se tiene por demostrado que las raíces culturales, religiosas e históricas de los antiguos persas se remontan a los primitivos imperios de Babilonia y Asiria, cuyo auge y caída están registrados en el Antiguo Testamento.
Al principio, se tuvo por dibujos decorativos los símbolos que constituyen la escritura grabada en los monumentos y sellos aqueménidas.
Engelbert Kampfer, que visitó Persépolis, la antigua capital persa, en 1686, describió los signos como «cuneados», o impresiones con forma de cuña.
Desde entonces, se conoció a esta escritura como cuneiforme.
A medida que se fueron descifrando las inscripciones aqueménidas, se fue haciendo evidente que estaban escritas de la misma manera que las inscripciones encontradas en las antiguas obras y tablillas de Mesopotamia, las llanuras y las tierras altas que se extienden entre los ríos Tigris y Eufrates.
Intrigado por tan dispersos descubrimientos, Paul Emile Botta se puso en camino en 1843 para dirigir la primera excavación arqueológica, tal como se entiende en nuestros días. Seleccionó un lugar en el norte de Mesopotamia, cerca de la actual Mosul, llamada ahora Jorsabad.
Botta no tardó en establecer que las inscripciones cuneiformesnombraban a aquel lugar como Dur Sharru Kin.
Eran inscripciones semitas, en una lengua hermana de la hebrea, y el nombre significaba «ciudad amurallada del rey justo».
Nuestros libros de texto llaman a este rey Sargón II.
Esta ciudad, la capital del rey asirio, tenía como centro un magnífico palacio real cuyos muros estaban decorados con bajorrelieves; unos bajorrelieves que, si se hubieran puesto uno detrás de otro, se habrían extendido a lo largo de casi dos kilómetros.
Dominando la ciudad y el recinto real, había una pirámide escalonada llamada zigu-rat, que servía como «escalera hacia el Cielo» para los dioses.
El diseño de la ciudad y de las esculturas retrataba una forma de vida de grandes magnitudes. Los palacios, los templos, las casas, los establos, los almacenes, las murallas, los pórticos, las columnas, los adornos, las estatuas, las obras de arte, las torres, las rampas, las terrazas, los jardines, todo, se terminó en solo cinco años. Según Georges Contenau (La Vie Quotidienne á Babylone et en Assyrié), «la imaginación se tambalea ante la fuerza potencial de un imperio que pudo hacer tanto en tan breve lapso de tiempo», hace unos 3.000 años. Para no ser menos que los franceses, los ingleses aparecieron en escena en la persona de Sir Austin Henry Layard, que estableció su lugar de trabajo Tigris abajo, a unos dieciséis kilómetros de Jorsabad. Los habitantes de la zona lo llamaban Kuyunjik; y resultó ser la capital asiria de Nínive. Los nombres y los sucesos bíblicos comenzaban a recobrar vida. Nínive fue la capital real de Asiria bajo el mandato de sus tres últimos grandes soberanos: Senaquerib, Asaradón y Assurbanipal. «En el año catorce del rey Ezequías subió Senaquerib, rey de Asiria, contra todas las ciudades fortificadas de Judá», dice el Antiguo Testamento (II Reyes, 18:13), y cuando el Ángel del Señor acabó con su ejército, «Senaquerib partió y, volviéndose, se quedó en Nínive». En los montículos en los que Senaquerib y Assurbanipal construyeron Nínive, se descubrieron palacios, templos y obras de arte que sobrepasaban a los de Sargón. Pero no se ha podido excavar la zona en la que se cree que se encuentran las ruinas de los palacios de Asaradón, dado que, en la actualidad, se erige allí una mezquita musulmana donde se supone que está enterrado el profeta Jonás, aquel que fuera tragado por una ballena por negarse a llevar el mensaje de Yahveh a Nínive. En las antiguas crónicas griegas, Layard había leído que un oficial del ejército de Alejandro había visto un «lugar de pirámides y ruinas de una antigua ciudad» -¡una ciudad que ya estaba enterrada en tiempos de Alejandro! Layard la desenterró también, y resultó ser Nimrud, el centro militar de Asiria. Fue allí donde Salmanasar II levantó un obelisco en memoria de sus expediciones y conquistas militares.
En este obelisco, exhibido ahora en el Museo Británico, hay una lista de los reyes que fueron obligados a pagar tributo, entre los cuales figura «Jehú, hijo de Omri, rey de Israel». ¡Una vez más, las inscripciones mesopotámicas y los textos bíblicos se confirmaban entre sí! Asombrados por las cada vez más frecuentes corroboraciones arqueológicas de los relatos bíblicos, los asiriólogos, que es como se acabó llamando a estos investigadores, se fijaron en el capítulo décimo del Libro del Génesis. En él, Nemrod, «un bravo cazador delante de Yahveh», es descrito como el fundador de todos los reinos de Mesopotamia. Los comienzos de su reino fueron Babel, Erek y Acad, ciudades todas ellas en tierra de Senaar. De aquella tierra procedía Assur, que edificó Nínive, una ciudad de amplias calles, Kálaj y Resen, la gran ciudad que está entre Nínive y Kálaj. Y lo cierto es que había montículos entre Nínive y Nimrud a los que los lugareños llamaban Calah. Entre 1903 y 1914, varios equipos dirigidos por W. Andrae excavaron la zona y descubrieron las ruinas de Assur, el centro religioso de los asirios, además de su capital más antigua. De todas las ciudades asirias mencionadas en la Biblia, sólo queda por ser descubierta Resen, cuyo nombre significa «brida de caballo»; quizás fuera el lugar donde se encontraban los establos reales de Asiria. Más o menos por la misma época en la que estaba siendo excavada Assur, los equipos dirigidos por R. Koldewey estaban completando la excavación de Babilonia, la bíblica Babel, una vasta extensión de palacios, templos y jardines colgantes, con su inevitable zigurat. Y no pasó mucho tiempo antes de que algunos objetos e inscripciones desvelaran la historia de los dos imperios que habían competido por el control de Mesopotamia: Babilonia y Asiria, uno en el sur y otro en el norte. Con sus ascensos y caídas, con sus luchas y su coexistencia, ambas conformaron lo más elevado de la civilización a lo largo de unos 1.500 años, surgiendo las dos a la luz alrededor del 1900 a.C. Assur y Nínive fueron finalmente capturadas y destruidas por los babilonios en 614 y 612 a.C. respectivamente. Y, tal como habían predicho los profetas, la misma Babilonia tuvo un infame final cuando Ciro el Aqueménida la conquistó en 539 a.C. Aunque fueron rivales a lo largo de toda su historia, sería difícil destacar diferencias significativas entre Asiria y Babilonia, tanto en cuestiones culturales como materiales. Aun cuando Asiria llamaba a su dios supremo Assur, y Babilonia aclamaba a Marduk, los panteones eran, por lo demás, virtualmente iguales. Muchos museos en el mundo tienen entre sus piezas más valiosas los pórticos ceremoniales, los toros alados, los bajorrelieves, las cuadrigas, herramientas, utensilios, joyas, estatuas y otros objetos hechos de todos los materiales imaginables que se han ido extrayendo de los montículos de Asiria y Babilonia. Pero los verdaderos tesoros de estos reinos fueron sus registros escritos: miles y miles de inscripciones en escritura cuneiforme entre las que hay cuentos cosmológicos, poemas épicos, historias de reyes, anotaciones de templos, contratos comerciales, registros de matrimonios y divorcios, tablas astronómicas, predicciones astrológicas, fórmulas matemática-s, listas geográficas, textos escolares de gramática y vocabulario, y los no menos importantes textos donde se habla de los nombres, la genealogía, los epítetos, las obras, poderes y deberes de los dioses. El lenguaje común que formó el lazo cultural, histórico y religioso entre Asiria y Babilonia era el acadIo, la primera lengua semita conocida; semejante, aunque anterior, al hebreo, el arameo, el fenicio y el cananeo. Pero los asirios y los babilonios nunca afirmaron haber inventado su lengua o escritura; de hecho, en muchas de sus tablillas hay una nota final en la que se dice que ese texto es una copia de un original más antiguo. Entonces, ¿quién inventó la escritura cuneiforme y desarrolló aquella lengua, con su precisa gramática y su rico vocabulario? ¿Quién escribió esos «originales más antiguos»? ¿Y por qué tanto asirios como babilonios llamaban a su idioma acadio? La atención se concentró una vez más en el Libro del Génesis. «Los comienzos de su reino fueron Babel, Erek y Acad». ¡Acad! ¿De veras existió una capital real anterior a Babilonia y a Nínive? Las ruinas de Mesopotamia han aportado evidencias concluyen-tes de que, realmente, hubo una vez un reino llamado Acad, establecido por un soberano mucho más antiguo que se llamaba a sí mismo sharrukin («soberano justo»). En sus inscripciones, decía que su imperio se extendía, por la gracia de su dios Enlil desde el Mar Inferior (el Golfo Pérsico) hasta el Mar Superior (se cree que se trata del Mediterráneo). Y alardeaba de que «en los muelles de Acad amarraban naves» de distantes tierras. Los estudiosos se quedaron petrificados. ¡Se habían encontrado con un imperio mesopotámico en el tercer milenio a.C. Aquello significaba un salto -hacia atrás- de unos 2.000 años, desde el Sargón asirio de Dur Sharrukin al Sargón de Acad Y, encima, los montículos que fueron excavados sacaron a la luz literatura y arte, ciencia y política, comercio y comunicaciones -toda una civilización- mucho antes de la aparición de Babilonia y Asiría. Obviamente, aquella era la civilización predecesora y origen de las posteriores civilizaciones mesopotámicas; Asiría y Babilonia no eran más que ramas del tronco acadio. Pero el misterio de una civilización mesopotámica tan antigua se hizo aún más profundo cuando se encontraron unas inscripciones en las que se hablaba de los logros y la genealogía de Sargón de Acad. En ellas se decía que su título completo era «Rey de Acad, Rey de Kis», y se expresaba que, antes de ascender al trono, había sido consejero de los «soberanos de Kis». ¿Acaso hubo, pues -se preguntaron los estudiosos-, un reino, el de Kis, aún más antiguo que el de Acad? Y, una vez más, los versículos bíblicos fueron significativos. Kus engendró a Nemrod, que fue el primero que se hizo prepotente en la tierra... Los comienzos de su reino fueron Babel, Erek y Acad. Muchos investigadores han especulado con la posibilidad de que Sargón de Acad fuera el bíblico Nimrod. Si, en los versículos de arriba, uno lee «Kis» en vez de «Kus», daría la impresión de que Nimrod habría sido precedido por Kis, que es lo que se dice de Sargón. Los estudiosos comenzaron entonces a aceptar literalmente el resto de las inscripciones: «Él derrotó a Uruk y echó abajo sus murallas... venció en la batalla con los habitantes de Ur... conquistó todo el territorio, desde Lagash hasta el mar». ¿No sería la bíblica Erek idéntica a la Uruk de las inscripciones de Sargón? Y, cuando se excavó un lugar llamado Warka en la actualidad, ése resultó ser el caso; y la Ur relacionada con Sargón, no era otra que la bíblica Ur, el mesopotámico lugar de nacimiento de Abraham. Los descubrimientos arqueológicos no sólo reivindicaban las crónicas bíblicas, sino que también parecían asegurar que tenía que haber habido reinos, ciudades y civilizaciones en Mesopotamia aun antes del tercer milenio a.C. La única cuestión era la siguiente: ¿Hasta dónde tendría que remontarse uno para encontrar el primer reino civilizado? La llave que abriría la puerta para la comprensión del enigma sería todavía otra lengua. Los estudiosos se dieron cuenta de inmediato de que los nombres tenían un significado, no sólo en hebreo y en el Antiguo Testamento, sino en toda la zona de Oriente Próximo de la antigüedad. Todos los nombres acadios, babilonios y asirios de personas y de lugares tenían un significado. Pero los nombres de los soberanos que precedieron a Sargón de Acad no tenían ningún sentido: el rey en cuya corte Sargón fue consejero se llamaba Urzababa; el rey que gobernaba Erek se llamaba Lugalzagesi, etc. En una conferencia ante la Royal Asiatic Society en 1853, Sir Henry Rawlinson señaló que estos nombres no eran ni semitas ni indoeuropeos; lo cierto es que, «parecían pertenecer a un grupo desconocido de lenguas o pueblos». Pero, si los nombres tenían un significado, ¿cuál era la misteriosa lengua en la cual tenían sentido? Los investigadores le echaron otro vistazo a las inscripciones acadias. Básicamente, la escritura cuneiforme acadia era silábica: cada signo representaba una sílaba completa (ab, ba, bat, etc.). Sin embargo, la escritura hacía un uso más amplio de signos que no eran sílabas fonéticas, sino que transmitían los significados de «dios», «ciudad», «campo» o «vida», «elevado», etc. La única explicación posible para este fenómeno era que esos signos fueran los remanentes de un sistema de escritura anterior que utilizara ideogramas. Así pues, el acadio debía de haber sido precedido por otra lengua que utilizaba un método de escritura similar al de los jeroglíficos egipcios. No tardó en hacerse obvio que una lengua más antigua, y no sólo una forma de escritura más antigua, se hallaba implicada en todo aquello. Los estudiosos se encontraron con que las inscripciones y los textos acadios hacían amplio uso de palabras prestadas, palabras que habían tomado intactas de otra lengua (del mismo modo que otros idiomas modernos han tomado prestada la palabra inglesa stress). Y esto se hacía especialmente evidente en aquellos aspectos en los que había involucrada algún tipo de terminología científica o técnica, así como en asuntos relacionados con los dioses y con los cielos. Uno de los mayores descubrimientos de textos acadios tuvo lugar en las ruinas de una biblioteca reunida por Assurbanipal en Nínive; Layard y sus colegas sacaron de aquel lugar más de 25.000 tablillas, muchas de las cuales eran descritas por los antiguos escribas como copias de «textos de antaño». Un grupo de 23 tablillas terminaba con la frase: «tablilla 23a: lengua de Shumer sin cambiar». Otro texto llevaba una enigmática frase del mismo Assurbanipal: El dios de los escribas me ha concedido el don de conocer su arte. He sido iniciado en los secretos de la escritura. Puedo incluso leer las intrincadas tablillas en shumerio; comprendo las enigmáticas palabras talladas en la piedra de los días anteriores al Diluvio. La afirmación de Assurbanipal de que podía leer las intrincadas tablillas en «shumerio» y comprender las palabras escritas en tablillas de «los días anteriores al Diluvio» sólo consiguió agudizar aún más el misterio. Pero en Enero de 1869, Jules Oppert sugirió ante la Sociedad Francesa de Numismática y Arqueología que había que reconocer la existencia de una lengua y un pueblo pre-acadio. Apuntando que los primeros soberanos de Mesopotamia proclamaban su legitimidad tomando el título de «Rey de Sumer y Acad», Oppert sugirió que se llamara a aquel pueblo «sumerios» y a su tierra «Sumer». Excepto por la mala pronunciación del nombre -debería de haber sido Shumer, y no Sumer-, Oppert tenía razón. Sumer no era una tierra misteriosa y distante, sino el nombre primitivo de las tierras del sur de Mesopotamia, tal como se establecía en el Libro del Génesis: Las ciudades reales de Babilonia, Acad y Erek estaban en «tierra de .Senaar» (Senaar, o.Shin'ar, era el nombre bíblico de Shumer). En el momento en el que los estudiosos aceptaron estas conclusiones, se abrió paso a lo que tenía que suceder. Las referencias acadias a los «textos de antaño» tomaron pleno significado, y los estudiosos no tardaron en darse cuenta de que las tablillas con largas columnas de palabras no eran más que vocabularios y diccionarios acadio-sumerio preparados en Asiría y Babilonia para su propio estudio de la primera lengua escrita, el sumerio. Sin estos antiquísimos diccionarios, aún estaríamos lejos de poder leer el sumerio. Y, con su auxilio, se abrió un vasto tesoro literario y cultural. También quedó claro que a la escritura sumeria, originalmente pictográfica y tallada en la piedra en columnas verticales, se le dio un trazado horizontal para, más tarde, estilizarla para escribirla con cuñas sobre suaves tablillas de arcilla, hasta convertirla en la escritura cuneiforme que adoptaron acadios, babilonios, asirios y otras naciones del Oriente Próximo de la antigüedad.
Al descifrarse la lengua y la escritura sumerias, y al darse cuenta de que los sumerios y su cultura eran el origen de los logros acadio-babilonio-asirios, se le dio un gran impulso a las investigaciones arqueológicas en el sur de Mesopotamia. Todas las evidencias indicaban ahora que el comienzo se encontraba allí. La primera excavación significativa de un lugar sumerio la comenzaron algunos arqueólogos franceses en 1877; y los descubrimientos en este lugar singular fueron tan ingentes que otros arqueólogos continuaron excavando allí hasta 1933 sin poder acabar el trabajo. Aquel lugar, llamado por los lugareños Telloh («montículo»), resultó ser una primitiva ciudad sumeria, la auténtica Lagash de cuya conquista se jactaba Sargón de Acad. Ciertamente, era una ciudad real cuyos soberanos llevaban el mismo título que Sargón había adoptado, excepto por el hecho de que era en lengua sumeria: EN.SI («soberano justo»). Esta dinastía había tenido sus inicios alrededor del 2900 a.C. y había durado casi 650 años. Durante este tiempo, 43 ensi's reinaron ininterrumpidamente en Lagash. Sus nombres, sus genealogías y la duración de sus reinados estaban pulcramente anotados. Las inscripciones proporcionaron gran cantidad de información. Súplicas a los dioses «para que brote el grano y crezca la cosecha-para que la planta regada dé grano», atestiguan la existencia de la agricultura y la irrigación. Una copa inscrita en honor a una diosa por «el supervisor del granero» indicaba también que se almacenaba, se medía y se comerciaba con el grano.
Un ensi llamado Eanatum dejó una inscripción en un ladrillo de arcilla que dice claramente que estos soberanos sumerios sólo podían asumir el trono con la aprobación de los dioses. También anotó la conquista de otra ciudad, revelándonos la existencia de otras ciudades estado en Sumer a comienzos del tercer milenio a.C. El sucesor de Eanatum, Entemena, escribió acerca de la construcción de un templo y de haberlo adornado con oro y plata, de haber plantado jardines y de haber ampliado los pozos de ladrillo. Alardeaba de haber construido una fortaleza con torres de vigilancia e instalaciones donde atracar las naves. Uno de los soberanos mejor conocidos de Lagash fue Gudea. Se encontró una gran cantidad de estatuillas de él, mostrándole en todas ellas con una postura votiva, orando a sus dioses. Esta postura no era simulada: Gudea se había consagrado a la adoración de Ningirsu, su principal deidad, y a la construcción y la reconstrucción de templos. Sus muchas inscripciones revelan que, en la búsqueda de exquisitos materiales de construcción, trajo oro de África y de Anatolia, plata de los Montes Taurus, cedros del Líbano, otras maderas poco comunes del Ararat, cobre de la cordillera de los Zagros, diorita de Egipto, cornalina de Etiopía, y otros materiales de tierras que los estudiosos no han conseguido identificar todavía. Cuando Moisés construyó una «Residencia» para el Señor Dios en el desierto, lo hizo según unas instrucciones muy detalladas que le había dado éste. Cuando el rey Salomón construyó el primer Templo de Jerusalén, lo hizo después de que el Señor le hubiera «dado su sabiduría». Al profeta Ezequiel se le mostraron unos planos muy detallados para el Segundo Templo «en una visión divina». Se los mostró «un hombre de aspecto semejante al del bronce», que «tenía en la mano una cuerda de lino y una vara de medir». Ur-Nammu, soberano de Ur, relató un milenio antes que su dios, al ordenarle que construyera para él un templo y al darle las instrucciones pertinentes, le había entregado una vara de medir y un rollo de cuerda para el trabajo. Mil doscientos años antes que Moisés, Gudea contó lo mismo. Las instrucciones, que plasmó en una larguísima inscripción, le fueron dadas en una visión. «Un hombre que brillaba como el cielo», y a cuyo lado había «un pájaro divino», «me ordenó construir su templo». Este «hombre», que «desde la corona de su cabeza era, obviamente, un dios», fue identificado posteriormente como el dios Ningirsu. Con él había una diosa que «sujetaba en una mano la tablilla de su estrella favorable de los cielos»; en la otra mano, «sujetaba un estilo sagrado», con el cual le indicaba a Gudea «el planeta favorable». Un tercer hombre, dios también, sujetaba en sus manos una tablilla de piedra preciosa; «contenía el plano de un templo». Una de las estatuas de Gudea le muestra sentado, con esta tablilla sobre las rodillas; sobre la tablilla se puede observar con claridad el dibujo divino.
Aun siendo sabio, Gudea estaba desconcertado con aquellas instrucciones arquitectónicas, y solicitó el consejo de una diosa que pudiera interpretar los mensajes divinos. Ella le explicó el significado de las instrucciones, las medidas del plano, así como el tamaño y la forma de los ladrillos que había que utilizar. Después, Gudea empleó a un hombre «adivino, tomador de decisiones» y a una mujer «buscadora de secretos» para localizar el sitio, en las afueras de la ciudad, donde el dios deseaba que se construyera su templo. Después, reclutó a 216.000 personas para el trabajo de construcción. El desconcierto de Gudea es fácilmente comprensible, pues se supone que el aparentemente sencillo «plano de planta» le tenía que dar la información necesaria para la construcción de un complejo zigurat que se tendría que elevar en siete fases. En 1900, en su libro Der Alte Orient, A. Billerbeck fue capaz de descifrar al menos una parte de las divinas instrucciones arquitectónicas. El antiguo dibujo, aun en la parcialmente deteriorada estatua, viene acompañado en la parte superior por grupos de líneas verticales cuyo número disminuye a medida que aumenta el espacio entre ellas. Parecería que los arquitectos divinos eran capaces de dar las instrucciones completas para la construcción de un templo con siete elevaciones a partir de un sencillo plano de planta acompañado por siete escalas variables. Se dice que la guerra espolea al Hombre para que avance tanto en lo científico como en lo material, pero parece que en el antiguo Sumer fue la construcción de un templo lo que espoleó a la gente y a sus soberanos a alcanzar un mayor desarrollo tecnológico, comercial, de transportes, arquitectónico y organizativo. La capacidad para llevar a cabo tan importante obra de construcción de acuerdo con unos planes arquitectónicos preparados, para organizar y alimentar a una ingente masa de trabajadores, para allanar la tierra y elevar montículos para hacer ladrillos y transportar piedras, para traer metales extraños y otros materiales desde tan lejos, para fundir metales y dar forma a utensilios y ornamentos, nos habla de una importante civilización, ya en pleno esplendor en el tercer milenio a.C.
Aun con la maestría que implica la construcción de hasta los más antiguos templos sumerios, éstos no eran más que la punta del iceberg de las posibilidades y la riqueza de los logros materiales de la primera gran civilización que se conoce del Hombre. Además de la invención y el desarrollo de la escritura, sin la cual una gran civilización no podría llegar a ser, a los sumerios también se les atribuye la invención de la imprenta. Milenios antes que Johann Gutenberg «inventara» la imprenta a través de tipos movibles, los escribas sumerios utilizaban «tipos» pre-fabricados de los diferentes signos pictográficos, que utilizaban del mismo modo que nosotros utilizamos ahora un tampón de goma, imprimiendo la secuencia deseada de signos en la arcilla húmeda. También inventaron al precursor de nuestras rotativas: el sello cilindrico. Hecho de una piedra sumamente dura, era un pequeño cilindro en el cual se grababa el mensaje o el dibujo al revés; cuando se hacía rodar el cilindro sobre la arcilla húmeda, se creaba una impresión «en positivo». El sello también le permitía a uno certificar la autenticidad de los documentos; siempre se podía hacer una nueva impresión para compararla con la del documento en cuestión.
Muchos registros escritos sumerios y mesopotámicos no necesariamente estaban relacionados con lo divino o lo espiritual, sino con cosas tan cotidianas como el registro de las cosechas, la medida de campos y el cálculo de precios. Ciertamente, no es posible alcanzar determinados grados de civilización sin un avance paralelo de las matemáticas. El sistema sumerio, llamado sexagesimal, combinaba el mundano 10 con el «celestial» 6 para obtener la cifra base de 60. En algunos aspectos, este sistema es superior al nuestro actual; en cualquier caso, es incuestionablemente superior a los sistemas posteriores de los griegos y de los romanos. A los sumerios les permitía dividir en fracciones y multiplicar millones, calcular las raíces o elevar los números a varias potencias. Este sistema no sólo fue el primer sistema matemático conocido, sino también el que nos dio el concepto de «posición numérica»; del mismo modo que, en el sistema decimal, 2 puede ser 2 o 20 o 200, dependiendo de la posición del dígito, también en el sistema sumerio el 2 significa 2 o 120 (2 x 60), y así sucesivamente, dependiendo de la «posición». Los 360 grados del círculo, el pie y sus 12 pulgadas, y la «docena» como unidad no son más que unos cuantos ejemplos de los vestigios de las matemáticas sumerias que todavía podemos ver en nuestra vida cotidiana. Sus logros paralelos en astronomía, en el establecimiento del calendario y en otras hazañas matemático-celestiales de similar calibre recibirán un estudio mucho más preciso en capítulos posteriores. Del mismo modo que todo nuestro sistema económico y social -libros, registros legales y económicos, contratos comerciales, certificados matrimoniales, etc.- dependen del papel, la vida sumeria/ mesopotámica dependía de la arcilla. Templos, tribunales y casas de comercio disponían de sus propios escribas, con sus tablillas de arcilla húmeda dispuestas para anotar decisiones, acuerdos o cartas, o para calcular precios, salarios, el área de un campo o el número de ladrillos necesarios en una construcción. La arcilla también era la materia prima básica en la manufactura de utensilios de uso cotidiano y de recipientes para el almacenamiento y el transporte de bienes. También se utilizó para hacer ladrillos -otra cosa en la que los sumerios fueron los «primeros», algo que hizo posible la construcción de casas para el pueblo, de palacios para los reyes y de templos imponentes para los dioses. A los sumerios se les atribuyen dos avances tecnológicos que hicieron posible combinar la ligereza con una fuerte resistencia en todos los objetos de arcilla: la armazón y la cocción. Los arquitectos modernos han descubierto que se puede hacer hormigón armado, un material de construcción sumamente fuerte, echando cemento en moldes con un entramado interior de varillas de hierro; pero hace mucho que los sumerios fueron capaces de dar a sus ladrillos una gran fortaleza mezclando la arcilla húmeda con trozos de carrizo o paja. También sabían que a los objetos de arcilla se les podía dar resistencia y durabilidad cociéndolos en el horno. Fue gracias a estos avances tecnológicos que se hizo posible la construcción de los primeros edificios y arcadas del mundo, así como la elaboración de la primera cerámica duradera. La invención del horno -un lugar donde conseguir unas temperaturas intensas pero controladas, sin correr el riesgo de que los productos se llenen de polvo o cenizas- hizo posible un avance tecnológico aún mayor: la Edad de los Metales. Se da por cierto que el hombre descubrió que podía dar formas útiles o agradables a algunas «piedras blandas» -pepitas de oro naturales, así como compuestos de cobre y de plata- en algún momento de los alrededores del 6000 a.C. Los primeros objetos de metal moldeado se encontraron en las tierras altas de los Montes Zagros y del Taurus. Sin embargo, como señalaba R. J. Forbes (The Birthplace of Oíd World Metallurgy), «en el Oriente Próximo de la antigüedad, el suministro de cobre natural se agotaba con rapidez, y el minero tenía que recurrir a las minas». Esto precisaba del conocimiento y de la capacidad para encontrar y extraer el mineral metalífero, triturarlo, fundirlo y refinarlo, procesos que no se podrían haber llevado a cabo sin el horno y sin una tecnología mínimamente avanzada. El arte de la metalurgia no tardó en abarcar también la habilidad para alear el cobre con otros metales, obteniendo como resultado un metal fundible, duro, pero maleable, al que llamamos bronce. La Edad del Bronce, nuestra primera época metalúrgica, fue también una contribución mesopotámica a la civilización moderna. En la antigüedad, gran parte del comercio se dedicaba al comercio de metales, y también se formó a partir de aquí la base para el desarrollo en Mesopotamia de la banca y de la primera moneda -el shekel («lingote pesado») de plata. Del nivel que alcanzó la metalurgia en la antigua Mesopotamia nos hablan las muchas variedades de metales y aleaciones para los cuales se han encontrado nombres sumerios y acadios, así como su amplia terminología tecnológica. Esto desconcertó durante cierto tiempo a los estudiosos, ya que Sumer, en su territorio, carecía de minerales metalíferos; y, sin embargo, la mayor parte de la metalurgi-a comenzó indudablemente aquí. La respuesta se encuentra en la energía. No se puede fundir, refi-nar y alear sin un abundante suministro de combustibles para alimentar hornos y crisoles. En Mesopotamia no había menas, pero había combustible en abundancia, de modo que el mineral metalífero fue llevado hasta los combustibles, lo cual explicaría muchas de las más antiguas inscripciones en las que se describe el transporte del mineral desde muy lejos. Los combustibles que le dieron a Sumer la supremacía tecnológica fueron betunes y asfaltos, productos del petróleo que se filtraban de forma natural hasta la superficie en muchos lugares de Mesopotamia. R. J. Forbes (Bitumen and Petroleum in Antiquity) demuestra que los depósitos de superficie de Mesopotamia fueron las principales fuentes de combustible del mundo antiguo, desde los tiempos más primitivos hasta la época de Roma, y concluye que el uso tecnológico de estos productos del petróleo comenzó en Sumer alrededor del 3500 a.C. de hecho, dice que la utilización y el conocimiento de los combustibles y de sus propiedades fueron mayores en tiempos de los sumerios que en las civilizaciones que les siguieron. Tan amplio fue el uso de los productos del petróleo entre los sumerios -no sólo como combustibles, sino, también, como materiales para la construcción de caminos, para impermeabilizar, calafatear, pintar, cimentar, moldear-, que cuando los arqueólogos buscaban a la antigua Ur, la encontraron enterrada en un montículo que los árabes de la zona daban en llamar el «Montículo del Betún». Forbes demuestra que la lengua sumeria tiene términos para cada género y variante de las sustancias bituminosas encontradas en Mesopotamia. De hecho, los nombres de los materiales bituminosos y petrolíferos en otras lenguas -acadio, hebreo, egipcio, copto, griego, latín y sánscrito- remontan su origen hasta el sumerio; por ejemplo, el nombre más común del petróleo - naphta, nafta- se deriva de napatu («piedras que arden»). La utilización de los productos del petróleo por parte de los sumerios fue también fundamental para el desarrollo de la química. No sólo podemos valorar el alto nivel de los conocimientos de los sumerios por la variedad de pinturas y pigmentos, y por procesos tales como el vidriado, sino también por la notoria producción artificial de piedras semipreciosas, entre las que se incluye un sustitutivo del lapislázuli. También se utilizaron betunes en la medicina sumeria, otro campo donde los niveles también fueron impresionantemente altos. En centenares de textos acadios encontrados se emplean en gran medida frases y términos médicos sumerios, indicando con ello el origen sumerio de toda la medicina mesopotámica. La biblioteca de Assurbanipal en Nínive disponía de una sección de medicina. Los textos se dividían en tres grupos: bultitu («terapia»), shipir bel imti («cirugía») y urti mashmashshe («órdenes y conjuros»). En los antiguos códigos legales había secciones que trataban de los honorarios que había que pagar a los cirujanos por las operaciones exitosas, y de las penas que se les imponían en caso de fracaso: como, por ejemplo, que, si al abrir la sien de un paciente con una lanceta, el cirujano destruía accidentalmente el ojo de aquél, se le condenaba a perder la mano. Se han encontrado marcas inconfundibles de cirugía cerebral en algunos esqueletos encontrados en, tumbas de Mesopotamia, y un texto médico parcialmente roto habla de la extirpación quirúrgica de una «sombra que cubría el ojo de un hombre», probablemente un problema de cataratas; otro texto menciona el uso de un instrumento cortante, diciendo que «si la enfermedad ha alcanzado el interior del hueso, tendrás que rasparlo y quitarlo». Los enfermos de los tiempos sumerios podían elegir entre un A.ZU («médico de agua») y un IA.ZU («médico de aceite»). Una tablilla encontrada en Ur, de cerca de 5.000 años de antigüedad, nombra a un practicante de la medicina como «Lulu, el médico». También había veterinarios, conocidos como «médicos de bueyes» o bien como «médicos de asnos». En un sello cilindrico muy antiguo encontrado en Lagash se representa un par de tenazas quirúrgicas que pertenecieron a «Urlu-galedina, el médico». El sello muestra también a la serpiente en el árbol, símbolo de la medicina hasta nuestros días. También se representaba con frecuencia un instrumento que utilizaban las comadronas para cortar el cordón umbilical. Los textos médicos sumerios tratan del diagnóstico y de las recetas. No dejan lugar a dudas de que los médicos sumerios no recurrían a la magia o a la brujería. Recomendaban la higiene y la limpieza, los baños de agua caliente y disolventes minerales, la aplicación de derivados vegetales y las fricciones con compuestos del petróleo. Se hacían medicinas de plantas y compuestos minerales, y se mezclaban con líquidos o disolventes según el método de aplicación. Si era por vía oral, se mezclaban los polvos con vino, cerveza o miel; si «se vertían a través del recto» -si se administraban como enema-, se mezclaban con aceites vegetales. El alcohol, que jugaba un papel muy importante en la desinfección quirúrgica y como base de muchas medicinas, llegó hasta nuestros idiomas a través del árabe kohl, del acadio kuhlu. Los modelos de hígado encontrados nos indican que se enseñaba medicina en algún tipo de escuelas médicas, con la ayuda de modelos de arcilla de los órganos humanos. Debieron de estar bastante avanzados en anatomía, pues los rituales religiosos nos hablan de elaboradas disecciones de los animales sacrificiales, sólo un escalón por debajo de un conocimiento comparable en anatomía humana. En diversas representaciones sobre sellos cilindricos o tablillas de arcilla se muestra a personas yaciendo sobre algún tipo de mesa quirúrgica, rodeadas por equipos de dioses o personas. Sabemos por la épica y por otros textos heroicos que los sumerios y sus sucesores en Mesopotamia estaban muy interesados en temas como la vida, la enfermedad y la muerte. Hombres como Gilgamesh, un rey de Erek, buscaban el «Árbol de la Vida» o algún mineral (una «piedra») que pudiera darles la eterna juventud. También existen referencias a esfuerzos por resucitar a los muertos, en especial si resultaban ser dioses: Sobre el cadáver, colgado del poste, ellos dirigieron el Pulso y el Resplandor; Sesenta veces el Agua de la Vida, Sesenta veces el Alimento de la Vida, ellos rociaron sobre aquél; E Inanna se levantó. ¿Se conocerían y utilizarían en estos intentos de resurrección algunos métodos ultramodernos de los que sólo podemos especular? El conocimiento y la utilización de materiales radiactivos en el tratamiento de determinadas dolencias queda, ciertamente, sugerido en una escena médica representada en un sello cilindrico que data de los comienzos de la civilización sumeria. En él, se muestra, sin ningún tipo de dudas, a un hombre yaciendo sobre una cama especial, con el rostro protegido con un máscara y recibiendo algún tipo de radiación. Una de las consecuciones materiales más antiguas de Sumer fue el desarrollo de la industria textil y de la ropa. Se considera que nuestra revolución industrial comenzó con la introducción de máquinas hiladoras y tejedoras en Inglaterra en la década de 1760, y la mayoría de las naciones en vías de desarrollo han venido aspirando desde entonces al despliegue de la industria textil como paso previo hacia la industrialización. Las evidencias muestran que éste ha sido el proceso seguido, no sólo desde el siglo XVIII hasta aquí, sino desde la primera gran civilización del ser humano. El Hombre no pudo hacer tejidos antes de la aparición de la agricultura, que fue la que le proporcionó el lino, y de la domesticación de los animales, que le proveyeron de lana. Grace M. Crowfoot (Textiles, Basketry and Mats in Antiquity) expresaba el consenso académico al afirmar que el arte de tejer apareció en Mesopotamia alrededor del 3800 a.C Además, Sumer era famosa en la antigüedad no sólo por sus tejidos, sino también por su ropa. En el Libro de Josué (7:21) se dice que, durante el asalto a Jericó, cierta persona no pudo resistir la tentación de guardarse «un hermoso manto de Senaar» que había encontrado en la ciudad, aun cuando el castigo era la muerte. Tan apreciadas eran las prendas de Senaar (Sumer), que la gente estaba dispuesta a arriesgar su vida con tal de hacerse con ellas. Una rica terminología existía ya en tiempos sumerios para describir tanto a las prendas de vestir como a sus elaboradores. La prenda básica recibía el nombre de TUG -sin duda alguna, la precursora, tanto en estilo como en nombre, de la toga romana. Estas prendas eran TUG.TU.SHE, que en sumerio quiere decir «prenda que se lleva envuelta alrededor».
Las antiguas representaciones no sólo revelan una sorprendente variedad y opulencia en cuestión de ropa, sino también de elegancia, donde prevalecían el buen gusto y la combinación de prendas, peinados, tocados y joyas. Otra importante consecución sumeria fue la agricultura. En una tierra en la que sólo se dan lluvias estacionales, los ríos eran los que proporcionaban el agua para hacer crecer cosechas a lo largo de todo el año por medio de un vasto sistema de canales de irrigación. Mesopotamia -la Tierra Entre los Ríos- era, ciertamente, una cesta de alimentos en la antigüedad. El albaricoquero, que en español se llama damasco («árbol de Damasco»), lleva el nombre latino de armeniaca, una palabra prestada del acadio, armanu. La cereza -kerasos en griego, kirsche en alemán- proviene de la acadia karshu. Todas las evidencias sugieren que éstas y otras frutas y verduras llegaron a Europa desde Mesopotamia, al igual que muchas semillas y especias. Nuestra palabra azafrán viene del acadio azupiranu; croco, una variedad de azafrán, viene de kurkanu (a través de krokos, en griego), comino viene de kamanu, hisopo de zupu, mirra de murru. La lista es larga; y, en muchos casos, fue Grecia la que proporcionó el puente físico y etimológico a través del cual estos productos de la tierra llegaron a Europa. Cebollas, lentejas, judías, pepinos, coles y lechuga eran ingredientes habituales en la dieta sumeria. Pero también impresiona mucho la amplitud y la variedad de los métodos de preparación de los alimentos en la antigua Mesopotamia, es decir, su cocina. Textos y representaciones confirman que los sumerios sabían convertir los cereales que cultivaban en harina, de la que hacían gran variedad de panes, gachas, pastas, pasteles y bollos, con y sin levadura. También se fermentaba la cebada para hacer cerveza, y se han encontrado entre sus textos «manuales técnicos» para la producción de cerveza. Obtenían vino de la uva y de los dátiles, y leche de ovejas, cabras y vacas, que utilizaban para beber, cocinar y transformar en yogurt, mantequilla, nata y queso. El pescado también era habitual en la dieta. También disponían de carneros, y la carne de cerdo, animal que pastoreaban en grandes piaras, estaba considerada como un bocado exquisito. Gansos y patos pudieron estar reservados para las mesas de los dioses. Los antiguos textos no dejan lugar a dudas sobre la alta cocina que desarrolló la antigua Mesopotamia en los templos y en el servicio de los dioses. Uno de estos textos prescribe la ofrenda a los dioses de «hogazas de pan de cebada... hogazas de pan de trigo silvestre; una pasta de miel y nata; dátiles, pastas... cerveza, vino, leche... savia de cedro, nata». También se ofrecía carne asada con libaciones de las «primicias de cerveza, vino y leche». Una parte concreta de toro se preparaba según una estricta receta en la que se precisaba de «harina fina... amasada con agua y con las primicias de la cerveza y el vino», y mezclada con grasas animales, «ingredientes aromáticos elaborados con el corazón de las plantas», nueces, malta y especias. Las instrucciones para «el sacrificio diario a los dioses de la ciudad de Uruk» precisaban que había que servir cinco bebidas diferentes con las comidas, y especificaban lo que debían hacer «los molenderos en la cocina» y «el chef trabajando en la tabla de amasar». Nuestra admiración por el arte culinario sumerio no puede dejar de crecer a la vista de los poemas que entonan sus alabanzas a los buenos alimentos. Y la verdad es que, ¿qué puede uno decir cuando lee una milenaria receta de «coq au vin»? En el vino de la bebida, en el agua perfumada, en el óleo de la unciónel ave que he cocinado, y he comido. Una economía próspera, una sociedad con tan extensas empresas materiales, no se podría haber desarrollado sin un eficaz sistema de transportes. Los sumerios utilizaban sus dos grandes ríos y la red artificial de canales para el transporte por agua de personas, bienes y ganado. Algunas de las representaciones más antiguas que se tienen muestran lo que, sin ninguna duda, fueron las primeras embarcaciones del mundo. Sabemos por muchos textos primitivos que los sumerios también se metieron en aventuras marineras de aguas profundas, usando diversos tipos de barcos para llegar a tierras lejanas en busca de metales, maderas y piedras preciosas y otros materiales que no podían conseguir en la propia Sumer. En un diccionario acadio de la lengua sumeria se encontró una sección sobre navegación en la que había una lista de 105 términos sumerios sobre diferentes barcos en función de su tamaño, destino o propósito (de carga, de pasajeros o para el uso exclusivo de ciertos dioses). Otros 69 términos sumerios, relacionados con el manejo y la construcción de barcos, fueron traducidos al acadio. Sólo una larga tradición marinera podría haber generado unas naves tan especializadas y una terminología tan técnica. Para el transporte por tierra, fue en Sumer donde se utilizó por primera vez la rueda. Su invención y su introducción en la vida diaria hicieron posible la aparición de una amplia variedad de vehículos, desde los carros de transporte hasta los de guerra, y no cabe duda de que también le concedió a Sumer la distinción de ser la primera en emplear la «energía bovina», así como la «energía caballar», en la locomoción. En 1956, el profesor Samuel N. Kramer, uno de los grandes sumerólogos de nuestro tiempo, hizo una revisión del legado literario encontrado bajo los montículos de Sumer. Sólo el índice de From the Tablets of Sumer es ya, en sí, una joya, por cada uno de los 25 capítulos en los que se describe alguna de esas cosas en las que los sumerios fueron «los primeros», como en ser los que hicieron las primeras escuelas, el primer congreso bicameral, el primer historiador, la primera farmacopea, el primer «almanaque del agricultor», las primeras cosmogonía y cosmología, el primer «Job», los primeros proverbios y refranes, los primeros debates literarios, el primer «Noé», el primer catálogo de biblioteca, la primera Época Heroica del Hombre, su primer código legal y sus primeras reformas sociales, su primera medicina, su primera agricultura y su primera búsqueda de la paz y la armonía mundial. Y esto no es una exageración. Las primeras escuelas se crearon en Sumer como consecuencia directa de la invención y la introducción de la escritura. Las evidencias, tanto arqueológicas -se han encontrado edificios donde se ubicaban las escuelascomo escritas -se han encontrado tablillas con ejercicios-, indican la existencia de un sistema educativo formal hacia comienzos del tercer milenio a.C. Literalmente, había miles de escribas en Sumer, que iban desde los escribas subalternos hasta los altos escribas, escribas reales, escribas de los templos y escribas que asumían altos cargos del estado. Algunos hacían de maestros en las escuelas, y aún podemos leer sus ensayos sobre las escuelas, sus objetivos y metas, su currículo y sus métodos de enseñanza. En las escuelas, no sólo se enseñaba la lengua y la escritura, sino también las ciencias de la época - botánica, zoología, geografía, matemáticas y teología. Se estudiaban y se copiaban las obras literarias del pasado, y se creaban obras nuevas. Las escuelas estaban dirigidas por el ummia («profesor experto»), y entre el profesorado se incluía, invariablemente, no sólo un «hombre encargado del dibujo» y un «hombre encargado del sumerio», sino también un «hombre encargado del azote». Parece ser que la disciplina era estricta; un alumno escribió en una tablilla de arcilla que había sido azotado por no asistir a clase, por falta de higiene, por vago, por no guardar silencio, por mala conducta e, incluso, por su mala caligrafía. Un poema épico que trata de la historia de Erek habla de la rivalidad entre Erek y la ciudad-estado de Kis. El texto épico narra cómo los enviados de Kis se acercan hasta Erek para ofrecer un acuerdo pacífico en su disputa. Pero el soberano de Erek en aquel momento, Gilgamesh, prefería luchar en vez de negociar. Lo que resulta interesante es que Gilgamesh tuvo que poner el asunto a votación en el Consejo de Ancianos, el «Senado» de Erek: El señor Gilgamesh, ante los ancianos de la ciudad expuso el asunto, buscando una decisión: «No nos vamos a rendir ante la casa de Kis, la vamos a golpear con las armas». Sin embargo, el Consejo de Ancianos estaba por las negociaciones. Impertérrito, Gilgamesh expuso el caso ante gente más joven, el Consejo de los Luchadores, que votaron por la guerra. Lo significativo de este cuento estriba en la revelación de que un soberano sume-no tenía que someter la pregunta de guerra o paz ante el primer congreso bicameral, hace unos 5.000 años. El título de Primer Historiador se lo otorgó Kramer a Entemena, rey de Lagash, que registró en cilindros de arcilla su guerra contra la vecina Umma. Mientras que otros textos eran obras literarias o poemas épicos cuyos temas eran sucesos históricos, las inscripciones de Entemena eran de una prosa directa, escritas únicamente como un registro fáctico de la historia. Debido a que las inscripciones asirías y babilonias fueron descifradas bastante antes que los textos sumerios, se creyó durante mucho tiempo que el primer código legal fue compilado y decretado por el rey babilonio Hammurabi, alrededor del 1900 a.C. Pero, a medida que se fue descubriendo la civilización de Sumer, fue quedando claro que «los primeros» en un sistema legal, en concep-tos de orden social y en la administración de justicia fueron los sumerios. Bastante antes que Hammurabi, un soberano sumerio de la ciudad-estado de Eshnunna (al noreste de Babilonia) hizo un código de leyes que establecía los precios máximos de los comestibles y del alquiler de carros y barcas, con el fin de que los pobres no fueran oprimidos. También hizo leyes que trataban de los agravios contra la persona y la propiedad, y regulaciones relativas a temas familiares y a las relaciones entre amo y sirviente. Aún antes, Lipit-Ishtar, un soberano de Isin, promulgó un código del que sólo quedan legibles en la tablilla parcialmente preservada (copia de un original que fue grabado sobre una estela de piedra) 38 leyes, que tratan de las propiedades inmobiliarias, de esclavos y sirvientes, del matrimonio y la herencia, del contrato de embarcaciones, del alquiler de bueyes y de las penas por no pagar los impuestos. Tal como hizo Hammurabi tiempo después, Lipit-Ishtar explicaba en el prólogo de este código que actuaba por mandato de «los grandes dioses», que le habían ordenado «llevar el bienestar a los sumerios y los acadios».
Aún así, ni siquiera Lipit-Ishtar fue el primer sumerio en hacer un código legal. Se han encontrado fragmentos de tablillas en los que aparecen copias de un código promulgado por Urnammu, soberano de Ur en los alrededores del 2350 a.C. -más de medio milenio antes que Hammurabi. Las leyes, promulgadas por mandato del dios Nan-nar, pretendían detener y castigar «a los que arrebatan los bueyes, las ovejas y los asnos a los ciudadanos», para que «los huérfanos no sean víctimas de los ricos, las viudas no sean víctimas de los poderosos, el hombre de un shekel no sea víctima del hombre de 60 shekels». Urnammu decretó también «pesos y medidas honestos e invariables». Pero el sistema legal sumerio y la aplicación de justicia se remontan aún más allá en el tiempo. Hacia el 2600 a.C. ya tenían que haber sucedido demasiadas cosas en Sumer para que el ensi Urukagina tuviera que instituir reformas. Los estudiosos citan una larga inscripción suya como un testimonio precioso de la primera reforma social del hombre basada en el sentido de la libertad, la igualdad y la justicia -una «Revolución Francesa» impuesta por un rey 4.400 años antes del 14 de Julio de 1789. El reformador decreto de Urukagina hacía, en primer lugar, una lista de los males de su época para, después, hacer una relación de las reformas. Los males consistían principalmente en el uso indebido de los poderes asignados a los supervisores, poderes que utilizaban en beneficio propio; el abuso de la condición de funcionario; la extorsión que suponían los altos precios marcados por grupos monopolizadores. Todas estas injusticias, y muchas más, fueron prohibidas por el reformador decreto de Urukagina. Un funcionario ya no podía poner el precio que le viniera en gana «por un buen asno o una casa». Un «hombre grande» ya no podría coaccionar a un ciudadano común. Se restablecieron los derechos de los ciegos, los pobres, las viudas y los huérfanos, y a cualquier mujer divorciada se le concedía la protección de la ley -hace casi 5.000 años. ¿Durante cuánto tiempo venía existiendo ya la civilización sumeria para requerir tan importante reforma? Está claro que durante mucho tiempo, pues Urukagina afirmaba que había sido su dios Ningirsu el que le había convocado para «restablecer los decretos de los primeros días», una llamada implícita para volver a unos sistemas aún más antiguos y a unas leyes aún más lejanas en el tiempo. Las leyes sumerias se apoyaban en un sistema judicial en el que los procedimientos y los juicios, así como los contratos, eran meticulosamente registrados y preservados. Los magistrados actuaban más como jurados que como jueces; el tribunal estaba compuesto normalmente por tres o cuatro jueces, uno de los cuales era un «juez real» profesional, mientras los demás eran extraídos de un grupo de 36 hombres. Mientras que los babilonios se dedicaron a hacer reglas y regulaciones, los sumerios estaban más interesados en la justicia, pues creían que los dioses señalaban a los reyes, principalmente, para asegurar la justicia en la tierra. Se puede establecer más de un paralelismo entre los conceptos de justicia y de moralidad que aparecen aquí y los del Antiguo Testamento. Aun antes de que los hebreos tuvieran reyes, fueron gobernados por jueces; los reyes no eran juzgados por sus conquistas o sus riquezas, sino por la medida en la cual «hacían lo que era justo». En la religión judía, el Año Nuevo marca un período de diez días durante el cual los hechos de los hombres se pesan y evalúan para determinar su destino en el año que comienza. Probablemente sea algo más que una coincidencia el hecho de que los sumerios creyeran en una deidad llamada Nanshe, que juzgaba a la Humanidad una vez al año del mismo modo; después de todo, el primer patriarca hebreo, Abraham, vino de la ciudad sumeria de Ur, la ciudad de Ur-Nammu y su código. La preocupación sumeria por la justicia, o por la ausencia de ésta, encuentra expresión también en lo que Kramer llamó "el primer Job". Emparejando fragmentos de tablillas de arcilla en el Museo de Antigüedades de Estambul, Kramer pudo leer buena parte de un poema sumerio que, como el bíblico Libro de Job, habla de los males de un hombre justo que, en vez de ser bendecido por los dioses, sufrió todo tipo de pérdidas y de ignominias. «Mi justa palabra se ha convertido en mentira», gritaba en su angustia. En la segunda parte, el anónimo padecedor suplica a su dios de un modo muy similar a como se expresan algunos versos de los Salmos hebreos: Dios mío, tú que eres mi padre, que me engendraste, eleva mi rostro... ¿Por cuánto tiempo más me vas a tener abandonado, me vas a tener desprotegido... me vas a dejar sin tu guía? Después, viene un final feliz. «Las palabras justas, las palabras puras que pronunció, fueron aceptadas por su dios; ...su dios retiró la mano de la declaración del mal». Precediendo en dos milenios al bíblico Libro de Eclesiastés, los proverbios sumerios expresaban muchos de los mismos conceptos e ideas. Si estamos condenados a morir, gastemos; si hemos de vivir una vida larga, ahorremos. Cuando un hombre pobre muere, no intentes revivirlo. Aquel que posee mucha plata, puede ser feliz. Aquel que posee mucha cebada, puede ser feliz. ¡Pero el que no tiene nada de nada, puede dormir! Hombre: para su placer: matrimonio; cuando deja de pensar en ello: divorcio. No es el corazón el que lleva a la enemistad; es la lengua la que lleva a la enemistad. En una ciudad donde no hay perros guardianes, el zorro es el supervisor. Los logros materiales y espirituales de la civilización sumeria vinieron acompañados también por un amplio desarrollo de las artes interpretativas. Un equipo de expertos de la Universidad de California en Berkeley se convirtió en noticia en Marzo de 1974, cuando anunciaron que habían descifrado la canción más antigua del mundo. Lo que consiguieron los profesores Richard L. Crocker, Anne D. Kilmer y Robert R. Brown fue leer e interpretar las notas musicales escritas en una tablilla cuneiforme de los alrededores del 1800 a.C. encontrada en Ugarit, en la costa mediterránea (actualmente en Siria). «Sabíamos ya», explicó el equipo de Berkeley, «que hubo música en la primitiva civilización asirio-babilonia, pero hasta que desciframos esta canción no hemos sabido que aquella música utilizaba la misma escala heptatónica-diatónica característica de la música occidental contemporánea y de la música griega del primer milenio a.C.»
Hasta entonces se creía que la música occidental se había originado en Grecia; a partir de ahí, quedó demostrado que nuestra música, así como cualquier otra música de la civilización occidental, tuvo su origen en Mesopotamia. Esto no debería de sorprendernos, pues el erudito griego Filón ya dijo que los mesopotámicos fueron conocidos por «buscar el unísono y la armonía por todo el mundo a través de los tonos musicales». No cabe duda de que la música y la canción hay que calificarlas como otro «primero» de los sumerios. De hecho, el profesor Crocker sólo pudo interpretar aquella antigua melodía después de construir una lira como las que se habían encontrado en las ruinas de Ur. Los textos del segundo milenio a.C. señalan la existencia de unos «números clave» musicales y de una teoría musical coherente; y la misma profesora Kilmer escribió tiempo después (The Strings of Musical Instruments: Their Names, Numbers and Significance) que había muchos textos de himnarios sumerios «que parecían llevar notaciones musicales en los márgenes». «Los sumerios y sus sucesores tenían una vida musical plena», concluyó. No sorprende, por tanto, que nos encontremos con una gran variedad de instrumentos musicales -así como con cantantes y bailarines en plena interpretación- representados en sellos cilindricos y en tablillas de arcilla. Como muchos otros logros sumerios, la música y la canción tuvieron su origen también en los templos. Pero, comenzando en el servicio de los dioses, estas artes interpretativas acabaron dominando también el exterior de los templos. Empleando el juego de palabras favorito de los sumerios, un refrán popular comentaba acerca de los honorarios que cobraban los cantantes: «Un cantante cuya voz no sea dulce es, ciertamente, un 'pobre' cantante». Se han encontrado muchas canciones de amor sumerias; indudablemente, se cantaban con acompañamiento musical. Sin embargo, la más conmovedora es una canción de cuna que una madre compuso y cantó a su hijo enfermo: Ven, sueño; ven, sueño; ven a mi hijo. Apresúrate, sueño, en venir hasta mi hijo; haz dormir sus inquietos ojos... Estás sufriendo, hijo mío; estoy turbada, estoy atónita, miro fijamente a las estrellas. La luna nueva brilla en tu rostro; tu sombra derramará lágrimas por ti. Échate, échate en tu sueño... Que la diosa del crecimiento sea tu aliada; que tengas un guardián elocuente en el cielo; que alcances un reino de días felices... Que una esposa te sirva de apoyo; que un hijo sea tu suerte futura. Lo que más impacta de la música y de las canciones sumerias no es sólo la conclusión de que Sumer fuera la fuente de la música occidental en su composición estructural y armónica. No menos significativo es el hecho de que, si leemos su música y escuchamos sus poemas, no nos suenen extraños o ajenos en absoluto, ni siquiera en lo más profundo de sus sensaciones y sus sentimientos. De hecho, al contemplar la gran civilización sumeria, no sólo nos encontramos con que nuestra moral, nuestro sentido de la justicia, nuestras leyes, nuestra arquitectura, nuestras artes y nuestra tecnología tienen sus raíces en Sumer, sino que, además, las instituciones sumerias nos resultan muy familiares, muy cercanas. Parecería que, en el fondo, todos fuéramos sumerios. Después de excavar Lagash, la pala de los arqueólogos descubrió Nippur, la que, en otro tiempo, fuera centro religioso de Sumer y Acad. De los 30.000 textos encontrados allí, muchos siguen sin ser estudiados en nuestros días. En Shuruppak, se encontraron escuelas que databan del tercer milenio a.C. En Ur, los estudiosos encontraron magníficos floreros, joyas, armas, carros de batalla, cascos de oro plata, cobre y bronce, las ruinas de una fábrica de tejidos, registros judiciales, y un alto zigurat cuyas ruinas aún dominan el paisaje. En Eshnunna y Adab, los arqueólogos encontraron templos y artísticas estatuas de tiempos presargónicos. Umma produjo inscripciones que hablaban de antiguos imperios. En Kis, se desenterraron edificios monumentales y un zigurat de, al menos, el 3000 a.C. Uruk (Erek) hizo remontarse a los arqueólogos hasta el cuarto milenio a.C. Allí encontraron la primera cerámica de colores cocida en horno, así como las evidencias de haber sido los primeros en usar ia rueda de alfarero. Una calzada de bloques de caliza es la construcción de piedra más antigua encontrada hasta la fecha. En Uruk los arqueólogos encontraron también el primer zigurat -un inmenso montículo de fabricación humana en cuya cima se elevaban un templo blanco y un templo rojo. Los primeros textos inscritos del mundo se encontraron también aquí,así como los primeros sellos cilindricos. De estos últimos, Jack Finegan (light from the Anciente Past) dijo: «La excelencia de los sellos en su primera aparición en el período de Uruk es sorprendente.Otros lugares del período de Uruk muestran evidencias del surgimiento de la Edad del Metal. En 1919, H. R. Hall encontró unas antiguas ruinas en una aldea llamada ahora El-Ubaid. El sitio daba su nombre a lo que los expertos consideran ahora como la primera fase de la civilización sumeria. Las ciudades sumerias de aquel período, que iban desde el norte de Meso-potamia hasta las estribaciones más meridionales de los Zagros, fueron las que utilizaron por primera vez ladrillos de arcilla, paredes enyesadas, mosaicos decorativos, cementerios con tumbas alineadas, objetos de cerámica pintados con diseños geométricos, espejos de cobre, cuentas de turquesas importadas, pintura para los ojos, «tomahawks» de cobre, ropa, casas y, por encima de todo, templos monumentales. Más al sur, los arqueólogos encontraron Eridú, la primera ciudad sumeria según los textos antiguos. A medida que las excavaciones iban avanzando, se encontraron con un templo dedicado a Enki, Dios del Conocimiento sumerio, que daba la impresión de haber sido construido y reconstruido una y otra vez. Los estratos hicieron remontarse a los expertos a los comienzos de la civilización sumeria: 2500 a.C, 2800 a.C, 3000 a.C, 3500 a.C Después, las palas se encontraron con los cimientos del primer templo dedicado a Enki. Por debajo de esto, se encontraba el suelo virgen. Nada se había construido antes. La datación rondaba el 3800 a.C. Ahí es donde comenzó la civilización.
No sólo fue la primera civilización, en el sentido más veraz del término. También fue la civilización más vasta, omni-abarcante, más avanzada en muchos aspectos que las demás culturas de la antigüedad que la siguieron. Indudablemente, fue la civilización sobre la que se basa nuestra civilización. Habiendo comenzado a utilizar piedras como herramientas unos 2.000.000 de años atrás, el Hombre consiguió esta civilización sin precedentes en Sumer en los alrededores del 3800 a.C. Y lo que más perplejidad provoca de todo esto es el hecho de que, hasta el día de hoy, los expertos no tengan ni la más remota idea de quiénes fueron los sumerios, de dónde vinieron, y cómo y por qué apareció su civilización. Pues su aparición fue repentina, inesperada; aparecieron de la nada. H. Frankfort (Tell Uqair) la calificó como de «asombrosa». Pierre Amiet (Elam), como de «extraordinaria». A. Parrot (Sumer) la describió como «una llama que se encendió de repente». Leo Oppenheim (Ancient Mesopotamiá) remarcó «el asombrosamente corto período de tiempo» en el que apareció esta civilización. Joseph Campbell (The Masks of God) lo resumió de este modo: «De una forma pasmosamente súbita... aparece en este pequeño jardín de lodo sumerio... todo el síndrome cultural que, desde entonces, constituye la unidad germinal de todas las grandes civilizaciones del mundo».